El tormentoso final del período presidencial de Donald Trump demuestra que cuando las ambiciones personales son más fuertes que el bien común, se puede llegar a extremos insólitos y desatar dolorosos conflictos.
Ni siquiera una democracia consolidada como la de Estados Unidos escapa a episodios atroces como la toma del Capitolio de Washington, consecuencia de la exacerbación de los ánimos producida por el discurso de un líder ensoberbecido.
Me he preguntado constantemente cuál es la razón para que un dirigente que se somete al escrutinio de sus ciudadanos actúe en forma tan agresiva ante la derrota electoral. Hay políticos que caen en depresión; otros reinician con más energía su contienda; los hay que desaparecen de la vida pública y hasta se dan casos de suicidios desesperados.
Pero, incitar aviesamente a los ciudadanos a la violencia; hacer que ellos desprecien las instituciones democráticas; exigir que pisoteen las leyes como lo ha hecho Donald Trump, obedece a intereses oscuros propios de los grandes negocios y no de aspiraciones políticas.
Estos episodios también se dan en países como Venezuela, para citar un ejemplo superlativo, donde una camarilla deshonesta se apoderó del gobierno mediante elecciones fraudulentas, y se adueñó de la riqueza de los venezolanos para hacer negocios sucios usando la tramposa implantación de una revolución en favor del pueblo.
En Colombia, que se debate hoy entre la acción delictiva de los traficantes de toda clase y la pandemia universal producto del coronavirus, observamos la actitud insolidaria de grupos políticos que desean que el país se hunda en la pobreza para que el gobierno de turno fracase.
Afirmar a los cuatro vientos que todo anda mal genera una desazón en los habitantes agobiados por las restricciones y los temores. Y no ayuda a adoptar una actitud optimista que permita ir superando tan difícil situación. Pero, en cambio, produce réditos políticos a los que ofrecen arreglarlo todo de manera milagrosa.
Los miembros del secretariado de las antiguas Farc son los primeros en dirigir su dedo acusador a quienes tratan de solucionar los problemas de los desmovilizados, y poner en ejecución los proyectos productivos derivados de los acuerdos. Pero miran para otro lado cuando se les pregunta por los cuantiosos bienes que deben entregar para indemnizar a sus víctimas. También se desentienden de los delitos de secuestro, asesinato, violación, despojo etc. cometidos en contra del pueblo colombiano, y tratan de engañarnos asegurando que hoy son un inocente grupo político. Paladinamente, también, le echan la culpa de los asesinatos de ex combatientes al llamado “establecimiento”, sin aceptar que lo más seguro es que los asesinos son sus propios disidentes que persisten en acciones “revolucionarias”.
Mientras no asumamos una actitud de franca defensa del país seguiremos enfrascados en una permanente disputa por apoderarse del gobierno, no para hacer progresar a la nación con proyectos serios sino para implantar unas ideologías que, a la manera de los vecinos, se utilizan para cometer abusos en nombre de la política.
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