
El contexto actual parece anunciar tiempos turbulentos y, sobre todo, minar la esperanza en un orden mundial que sucumbe ante las arremetidas reaccionarias y ultraconservadoras, muchas veces envueltas en un discurso de evangelización dulzona. William Butler Yeats ya lo advertía en su poema La Segunda Venida:
“Gira y gira el torbellino cada vez más ancho, el halcón no puede oír al halconero; todo se desmorona; el centro no puede sostenerse; pura anarquía se desata sobre el mundo, la marea de sangre se desborda, y en todas partes se ahoga la ceremonia de la inocencia; los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores están llenos de intensidad apasionada.”
Pero esta crisis no solo desnuda el avance de fuerzas ultraconservadoras, sino también la fragilidad de un progresismo que se ha mostrado cosmético, conveniente y fragmentado. Su incapacidad para alinear teoría y praxis se ha convertido en el argumento perfecto para depositar en "otros" la responsabilidad de su inoperancia.
Por otro lado, el ascenso del proteccionismo y la reconfiguración de alianzas geopolíticas han puesto en jaque principios fundamentales que durante décadas han sustentado, por ejemplo, la cooperación internacional. Este nuevo orden mundial no se construye únicamente a partir de triunfos electorales, sino sobre una estrategia bien articulada que aplica el principio de simplificación y del enemigo único. Esto ha sido clave: reducir el discurso a una sola idea y personalizar al adversario en un enemigo unívoco. También se recurre al principio del método de contagio, que reúne diversos adversarios en una sola categoría o individuo. Es una lección goebbelsiana que en ciertos contextos se traduce en el ataque a ese concepto gelatinoso conocido como woke.
En medio de los fracasos progresistas en América Latina, el conservadurismo reaccionario y una creciente insatisfacción ciudadana, navegamos en un mundo incierto con timoneles piromaníacos.
El misticismo y el cristianismo de perspectiva apocalíptica en La Segunda Venida de Yeats nos habla de una criatura monstruosa que emerge del Spiritus Mundi, un concepto esotérico que el poeta utilizaba para describir el inconsciente colectivo de la humanidad:
“En la arena del desierto, una figura con cuerpo de león y cabeza de hombre, con una mirada en blanco y despiadada como el sol, se mueve pesadamente, mientras a su alrededor bailan sombras de indignadas aves del desierto. Vuelve a caer la oscuridad, pero ahora sé que veinte siglos de sueño pétreo fueron perturbados hasta la pesadilla por una cuna que se mece en Belén. ¿Y qué bestia feroz, llegada por fin su hora, se arrastra hacia Belén para nacer?”
Siguiendo este lenguaje religioso, podemos invocar la esperanza no como un estado pasivo, sino como resistencia, comunión y posibilidad. La esperanza surge cuando se soporta el sufrimiento (Romanos 5:2-5), pero también como la inspiración detrás de la resistencia.
Tal como lo plantea Freire: “No basta con desear un mundo mejor, sino que la esperanza debe estar acompañada de una práctica transformadora. La desesperanza, en cambio, es vista como una distorsión de esta necesidad ontológica, un estado que paraliza y hace que las personas sucumban al fatalismo.”
En esa misma línea, Byung-Chul Han sostiene que, a diferencia del optimismo —que da por sentado un desenlace positivo—, la esperanza es un impulso que requiere acción y creatividad para que lo nuevo pueda emerger. En otras palabras, se trata de imaginar mundos posibles. Por ello, Freire concluye:
“No soy esperanzado por pura terquedad, sino por imperativo existencial e histórico. (...) Mi esperanza es necesaria, pero no suficiente. Ella sola no gana la lucha, pero sin ella la lucha flaquea y titubea.”
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