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El Grinch que todos llevamos dentro: por qué cada Navidad revive este personaje
El Grinch es más que un villano navideño: esta mirada revela lo que no entendimos del personaje y por qué cualquiera en Latinoamérica podría identificarse con él.

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Colprensa
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Martes, 9 de Diciembre de 2025

¡Llegó la Navidad! Ya se escucha el coro del villancico “Mi burrito sabanero” al recorrer las calles; las casas se iluminan con luces titilantes y el aroma de la natilla y los buñuelos se cuela por cada esquina. Cada diciembre, cuando los hogares desempolvan sus decoraciones y los centros comerciales ponen los infaltables himnos navideños, un personaje verde y gruñón vuelve a la conversación pública para dividir opiniones: el Grinch. El odioso Grinch… o quizá el incomprendido Grinch.

Lo que comenzó como una sátira infantil escrita por Dr. Seuss en 1957 se transformó, con el paso de las décadas, en un espejo cultural donde cada generación ha visto reflejados sus miedos, sus excesos y su cansancio. Hoy, el Grinch ya no es solo un villano que odia la Navidad; es un diagnóstico social, un símbolo del hastío contemporáneo y un personaje que adquiere matices propios según la realidad de cada generación.

La primera versión del Grinch, la del libro original, presentaba a un ser “monstruoso” y solitario que escapaba del ruido, de la euforia colectiva y del consumo desbordado. Para los lectores de mediados del siglo XX, marcados por guerras, carencias y tensiones sociales, ese personaje funcionaba como un recordatorio sencillo pero poderoso de que la Navidad no se mide en objetos, sino en la gente que nos acompaña.


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Hoy, en cambio, el Grinch se ha vuelto más introspectivo y nos obliga a mirar hacia adentro. Nos empuja a preguntas incómodas y muy humanas: ¿qué significa realmente la Navidad para quienes cargan tristezas? ¿Cuántos niños despertarán sin un regalo? ¿Cuántos Grinch hemos creado sin darnos cuenta? ¿O será que, en el fondo, a veces el Grinch somos nosotros?

Con el tiempo, la figura del Grinch fue transformándose en cada nueva versión. En 1966, el especial animado lo convirtió en un villano icónico, casi caricaturesco, pensado para una televisión familiar que prefería los colores brillantes y los finales felices. Pero la verdadera ruptura llegó en el año 2000, con la interpretación de Jim Carrey. Su Grinch ya no era solo gruñón sino que era un personaje complejo, herido y profundamente humano. Encarnaba a una generación marcada por el bullying, la presión social y el miedo constante a no encajar. Su trauma infantil dejó de ser un simple recurso narrativo y pasó a convertirse en el corazón emocional de la historia. Ese Grinch fue más intimo y nos enseñó que a veces despreciamos aquello que nos dañó.

En 2018, Benedict Cumberbatch presentó a un Grinch más “millennial”, irritado por el exceso, no por la rabia. Las generaciones jóvenes lo abrazaron porque entendieron en él la fatiga del ruido navideño. El Grinch había venido cambiando junto con los temas de cada generación, pero en cada versión prevalecía su sentido de humor, su sarcasmo y su gran poder reflexivo.

 

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En este orden de ideas, podría existir un Grinch que solo se entendería desde Latinoamérica. Aquí, la Navidad es una mezcla de fe, tradición, familia, ruido, pólvora, nostalgia y supervivencia. El Grinch latinoamericano no viviría en una montaña silenciosa: viviría en los edificios donde los villancicos empiezan en noviembre —o incluso en septiembre—, en los barrios donde la pólvora estalla del 7 al 31 de diciembre y en hogares donde, a veces, hay que escoger entre pagar cuentas o comprar regalos.

El Grinch latinoamericano no siempre odiaría la Navidad; a veces, simplemente estaría cansado como muchos locales. Diciembre implica reuniones masivas, gastos inevitables, tráfico, trabajo acumulado y una presión social por “estar alegre” que afectan a más de uno, como dice aquella canción: “Hay navidades tristes y navidades alegres”. Allí nace un Grinch más realista, los trabajadores agotados, los padres preocupados, las familias en duelo que no quieren arruinar la Navidad, solo quieren sobrevivirla.

El Grinch también expone una verdad incómoda: en Navidad todos compran y compran, pero eso no nos convierte en mejores personas. Muchas veces, por el contrario, dejamos que las compras nublen la humildad. La fiesta se llena de objetos y se vacía de humanidad. Cuando el Grinch quema el árbol, no solo actúa con furia sino que ofrece un símbolo de lo que hemos perdido. El brillo, las luces, el espectáculo. La escena nos obliga a preguntarnos si, en medio del ruido y las compras, seguimos viviendo la Navidad o solo fingimos una versión decorada de ella.


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Y entonces aparece Cindy Lou, con esa frase desarmadora: “Nadie debería estar solo en Navidad”. Un mensaje pequeño y luminoso que vale más que cualquier regalo envuelto. Fue un regalo no solo para el Grinch, sino para los propios habitantes de Villaquién: ellos tampoco habían comprendido que la Navidad empieza, simplemente, por mirar al otro y recordarle que importa. Ese gesto, más que cualquier obsequio, fue lo que realmente transformó su corazón.

Quizá por eso Cindy, con la inocencia de quien todavía cree en lo imposible, le pide a Papá Noel: “No te olvides del Grinch… creo que es un poco dulce”. Y en ese ruego infantil nos hace reflexionar sobre si tal vez todos tenemos un pequeño Grinch adentro, uno que no quiere destruir la Navidad, sino que está esperando que alguien lo vea, lo escuche y lo invite a sentarse a la mesa.

Porque, al final, no hay corazón, ni siquiera el más gruñón, que no pueda hacerse tres tallas más grande cuando encuentra un lugar donde sí pertenece. Y esa, quizá, sea la verdadera magia de Villaquién: si dejáramos de priorizar el consumismo y nos enfocáramos en que todos se sientan acogidos, tal vez no existirían más Grinch, ni odiosos ni incomprendidos.

 

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