Esta es la historia de un campesino nuestro, de un colombiano más víctima de la violencia, quien en un largo proceso de restitución de su finca que un día le arrebataron a la fuerza, se murió por el dolor del desarraigo, lejos de la que tanto le costó construir.
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A la tumba se llevó el sueño de dejar como heredad a su prole la parcela que fue su motivo de orgullo, en la que puso todo el empeño y esfuerzo para lograr el mayor provecho en cada metro de suelo, en cada hectárea sembrada de arroz o pasturas para el ganado, porque allí estaba representado su pasado, su presente y su futuro, uno bueno, el que siempre quiso para su esposa y los cuatro hijos.
La tez curtida por el sol del Catatumbo fue su mejor carta de presentación, para lograr el aprecio y la consideración de la gente, que siempre lo vio como un hombre dispuesto para la labranza, para las extenuantes faenas y el trabajo en convite, aquel que servía para mejorar el entorno y las condiciones de vida de su comunidad, como abrir una carretera, reconstruirle la casa a un vecino o ayudarle a levantar su cosecha.
Nunca dijo no al amigo, al compadre, al conocido o al extraño que cualquier día tocó a su puerta en busca de ayuda y siempre fue solícito para socorrer al necesitado, porque no conocía de egoísmo y sabía que cuando extendía la mano a alguien estaba abonando un terreno cuyos frutos recogerían algún día sus seres amados.
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Había venido del Valle del Cauca a Norte de Santander con la idea de cruzar hacia Venezuela, país en el que sabía por referencia que encontraría un mejor futuro, pero se quedó muy cerca de la línea que sirve de unión a los dos países hermanos, en un fértil valle del área rural de Cúcuta.
Allí conoció a la mujer con la que compartió los mejores momentos de su vida y decidido a echar raíces se hizo a una parcela muy cerca del tendido del antiguo ferrocarril que comunicaba a la capital del departamento con Puerto Santander, que fue el cordón comercial del nororiente colombiano por permitir traer o sacar mercancías hacia el Lago de Maracaibo y desde allí a los mercados de Europa y Estados Unidos.
En aquel sector donde levantó su primera casa, se desarrolló el Distrito de Riego del Zulia, que ha sido base del desarrollo agrícola y rural al beneficiar por cerca de 40 años a unos 1.000 cultivadores de arroz en zona rural de Cúcuta y el municipio de El Zulia.
Ese empuje en la producción a partir de las bondades del agua del río Zulia y la riqueza del suelo, lo llevó a convertirse en operador de maquinaria pesada, con la que labró los surcos en los que se sembró y se lograron buenas cosechas de arroz para garantizar la seguridad alimentaria de los nortesantandereanos.
Estuvo entre los primeros en la lista que hizo el antiguo Incora para entregar tierras a los campesinos en el Catatumbo y resultó favorecido con una parcela de 19 hectáreas en un corregimiento de Tibú, puerta de entrada a la selva, hasta donde se trasladó a fajarse día a día a fin de construir una casa digna, encerrar los potreros y preparar el suelo para cultivar el arroz, consecuente con el oficio aprendido.
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Entre las labores agrícolas y la cría de ganado fue aumentando el amor por la tierra, en la que se levantaban los hijos a la par de sus ilusiones, que eran las de llegar a la vejez con alguna solvencia económica, con la satisfacción del deber cumplido, el anhelo de conocer los nietos y con el convencimiento de que sería buen ejemplo para quienes, llegado el momento, heredarían su parcela.
Sin embargo todo terminó un día en que llegaron a su casa hombres extraños, armados hasta los dientes y cargados de mucho odio, que lo obligaron a salir, lo desplazaron y le quitaron lo que le pertenecía. Lo despojaron de su entorno vital, le quitaron la alegría, las esperanzas y lo llevaron a una situación de postración, que un buen día de diciembre de 2012, acabó con su existencia.
Algunas cifras
Este es el caso de un productor del campo, víctima de la violencia que no cesa en el país, que en su momento fue conocido por la Unidad Administrativa Especial de Restitución de Tierras, porque la viuda inició ante esa dependencia el proceso para que le reconocieran sus derechos y les devolvieran las tierras que les arrebataron a la fuerza, que por ardides de los despojadores, fueron a parar a manos de quienes como el pájaro negro se posaron en el nido que no construyeron.
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El arroz y el pasto fue cambiado por la palma africana y otros se lucran de lo que tanto le costó construir.
Un número más en esa larga lista de familias despojadas en Tibú, Cúcuta, Los Patios, Villa del Rosario, Ocaña, Ábrego, Sardinata, Arboledas, Lourdes, San Cayetano, Salazar, Cáchira, Cucutilla, Bochalema, Chinácota, Pamplona, Silos y Chitagá, entre otras localidades de Norte de Santander, castigadas por el fenómeno de la violencia.
Ante la Unidad de Restitución de Tierras Territorial Norte de Santander y Arauca, donde recientemente asumió la dirección la abogada Janeth Tatiana Abdallah Camacho, han sido presentadas 6.803 solicitudes de restitución de tierras, de las cuales 5.351 son de Norte de Santander; 1.452 del departamento de Arauca y 14 del municipio de Cubará, perteneciente al departamento de Boyacá, cuyas jurisdicciones en total hacen parte de esta Territorial, la cual ha presentado 990 demandas a Jueces Especializados de Restitución de Tierras, y de las que se han proferido 343 sentencias.
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