Marta Aranda había guardado, en un cofre, con candado, el gusto por la repostería. Ese arte le atraía desde que era una niña. Sin embargo, lo había pospuesto por terminar estudios de primaria y secundaria en el colegio Santa Clara y después el de Derecho en la Universidad Libre.
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Luego asumió el papel de esposa y de madre de dos hijos. El aplazamiento seguía mientras litigaba y se desarrollaba como profesional en distintas entidades como la Contraloría, el Bienestar Familiar, Inurbe, Telecom, Seguro Social y en la Cámara de Comercio. Esos últimos años la hizo reflexionar y obedecer a la voz que le hablaba internamente.
Sacó papeles y sin dudarlo viajó a Miami en busca de “ese eslabón perdido”. Y allá, precisamente, encontró la llave con la que decidió abrir ese enigmático cofre. De ahí sacó las fuerzas para empezar en el mundo de la repostería. Sin hablar inglés, pero con la mente abierta y las manos dispuestas a moldear, a amasar, a pintar, a hornear, a decorar, a escuchar, a llenarse de conocimiento que afianzó en Argentina, durante cuatro meses que pasó en unas vacaciones de verano.
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Su vida también se fue llenando de colores y sabores al participar en un concurso de repostería en Michael’s patrocinado por Whilton. Allí presentó una singular canasta tejida con frutas, mariposas y orquídeas de una sutiliza extraordinaria que los jurados la dieron como ganadora.
Sin embargo, Marta Aranda no se había enterado del premio por el desconocimiento del idioma y fue una latina la que le informó que su trabajo había sido escogido como el mejor. “De la emoción lloré y lloré porque fueron muchos los sentimientos encontrados. Estaba sola en medio de desconocidos y ver que me elogiaban mi canasta fue algo fantástico”, recuerda once años después, sentada con la tranquilidad de los años vividos en su escritorio donde atiende a su exquisita clientela en el taller que abrió en La Riviera.
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Regresó a Cúcuta atraída por ese imán sanguíneo. Extrañaba a sus hijos Diego y Silvia del Pilar y a sus cinco nietos. Y por ellos decidió anclarse otro tiempo en esta ciudad de frontera. No quiso cruzarse de brazos sino compartir conocimiento, regar esa semilla que siguiera germinando por medio de otras manos. Sus tres o cinco alumnas, que se ‘gradúan’ cada año han replicado a su vez esa manera de transformar el pastillaje o el azúcar en arte, donde la creatividad va de la mano de la finura, del detalle, para que a primera vista parezca real y no una ficción.
Se ha atrevido a romper esquemas, pardigmas, donde el cliente queda asombrado con lo que ve y hasta que no toca y prueba no se cerciora que se trata de un postre artesanal, hecho con la mejor filigrana, para todas las ocasiones y sin distingo de edades.