En los primeros tres meses de este 2023 se han presentado atentados contra oleoductos equivalentes al 44% de todos los del año pasado. Los secuestros aumentaron un 27% en el 2022 y saltaron de 160 a 203 casos, apenas 4 menos que en el 2016, el año del pacto de Santos con las Farc. El pasado fue el segundo año con más homicidios desde ese acuerdo. Entre agosto y diciembre del 22 asesinaron 72 líderes sociales, un 6% más que en el mismo período del 21. Este 2023, hasta el 15 de abril, se han presentado 32 masacres. Los asesinatos de policías y soldados ocurren todos los días y, peor, Petro les exige no defenderse.
El Gobierno renuncia a la erradicación y los resultados de incautaciones se desploman: en enero y febrero de este año cayeron un 39% en comparación con el 22.
En marzo, el Eln realizó el mayor número de acciones ofensivas en el último año, el triple de su promedio mensual. En un ataque asesinaron 10 soldados y nueve resultaron heridos.
Mientras, las disidencias de las Farc anuncian la refundación del frente 53 en Cundinamarca y el Meta, y el gobernador de ese departamento denuncia que extorsionan a comerciantes y ganaderos.
Las razones para el aumento de la violencia y la criminalidad son varias y Petro haría bien en entenderlas y corregir.
Como ha sido siempre, también ahora los grupos violentos se nutren del narcotráfico. Sus recursos, y en menor medida los de la minería ilegal de oro, son la gasolina del conflicto y hoy todos los violentos sin excepción son mafiosos. Es indispensable reactivar la acción del Estado contra el narco, incluyendo la erradicación forzada. En esa lucha es necesario pero no suficiente el control militar de área: se requiere también el control institucional integral del territorio, cada vez más débil.
La paz total es una falacia. Pero si se decide continuar con las conversaciones simultáneas con todos los grupos violentos es urgente al menos aprender las lecciones de las negociaciones pasadas. Clave es entender que los ceses del fuego exigen concentración de tropas de los violentos y verificación efectiva. Lo que hay hoy es el peor escenario, con ceses unilaterales donde se paraliza la acción de la Fuerza Pública y no se exige a los violentos ni dejar de enfrentarse entre sí ni parar sus crímenes contra los civiles.
Sin presión militar constante contra los violentos no habrá jamás negociaciones serias, por muchos prebendas jurídicas y políticas que se les ofrezcan. Si los beneficios de continuar con la violencia son mayores que los costos, ahí seguirán.
Por tanto, es indispensable contar con unas Fuerzas Militares y una Policía vigorosas, bien dotadas, y con alta moral de combate. Para ello es necesario que tengan el respaldo político del Gobierno, certeza de que tendrán apoyo operacional cuando lo requieran, y seguridad jurídica para el uso legítimo de la fuerza. Unas Fuerzas Armadas paralizadas, como están, no solo dan ventaja incalculable a los violentos sino significan que la ciudadanía queda desprotegida. El poder aéreo y la inteligencia son dos ventajas estratégicas que deben recuperarse.
La criminalidad organizada y la delincuencia común proliferan en medio de un conflicto que distrae y ocupa el grueso de la energía y los recursos. A ocho meses del gobierno no hay todavía una política gubernamental de seguridad.
Finalmente, la seguridad no resulta de radicalismos ideológicos ni puede devenir de odios y venganzas. Si a la evidente desaceleración económica que estamos viviendo se suma una agudización de la inseguridad, estaremos en el peor de los mundos. Y el costo político para el gobierno será impagable.