
Cuando una mascota muere, también se vive un duelo. No podemos comparar la partida de “Bobby”, “Nerón” o “Lupita” con la de un familiar o un ser querido (humano), pero sin lugar a dudas, estos compañeros van calando en nuestros corazones, a tal punto que cuando nos dejan, nos llenan de tristeza.
Al parecer, mis hijas han heredado la fascinación por los gatos. Hace unos días, se trajeron del colegio un gatico recién nacido y, de los 4 que habían sido abandonados, escogieron el que se encontraba en peor estado de salud, muy flaquito y con un ojito tan inflamado, que pensaron que era tuerto. Entre mi esposa y yo, consideramos que era una oportunidad única para un masterclass de responsabilidad, y de aprender a cuidar de otro ser vivo. Así que, tuvieron que poner una parte de su mesada para pagar las visitas al veterinario y las vacunas o tratamientos que fueran pertinentes.
El doctor fue extremadamente claro: “está muy mal, es difícil que sobreviva, hay que alimentarlo cada hora en la noche”. Hicimos la tarea, y por medio de turnos nos trasnochamos todos. Al parecer, se estaba recuperando, pero desafortunadamente luego de tres días, se fue al “cielo de los gatos”.
“Pelusita”, como se le alcanzó a “bautizar”, llegó a provocar en tan poco tiempo una gran empatía entre mis hijas, mi esposa y yo, hasta el punto de desatar algunas lágrimas y caras de tristeza, pero a su vez nos dejó varias interrogantes: ¿a dónde van las mascotas cuando mueren?, porque según nuestras creencias religiosas tenemos un cielo, pero la iglesia católica no aclara nada al respecto.
Lo que sí aclara es que los animales no tienen un alma eterna, sino un alma animal, es decir que cuando se mueren, allí acaba todo. De manera qué, si somos muy creyentes, jamás nos encontraremos con esos seres queridos en el más allá, pues no tienen un alma inmortal, como la nuestra.
Para quienes tienen mascotas y se encariñan enormemente con ellas, este es un precepto muy injusto. Por lo tanto, se hace necesario verlo con sus bemoles. En primer lugar, ningún muerto ha regresado para que nos pueda contar que hay y qué no hay en el cielo, o en el infierno.
En segundo lugar, tal vez no hemos tenido un Papa amante de las mascotas que convoque a un Concilio Ecuménico para discutir el tema, pues después de todo, estas opiniones y doctrinas se puede modernizar y adaptar a los nuevos tiempos y, por último, hay que recordar que Dios nos dio un cerebro y una mente para que la utilicemos, así que, si queremos creer que Bobby, Nerón y Lupita van a estar en el mismo cielo con nosotros para seguir jugando en la otra vida, pues lo creemos y ya, al final de cuentas, esto no le hace daño a nadie y más bien puede ser hasta tranquilizador.
El otro aspecto importante cuando somos niños y tenemos una mascota que vive 10 o 15 años, es la dura verdad de que la vida es efímera, que quienes nos han acompañado durante la infancia y adolescencia, terminan por irse antes que nosotros, aprendemos a despedirnos, a cuidar de ellos cuando están viejos, a llevarlos a su médico y a pasar buenos momentos en su compañía. Esto, aunque no lo parezca, es importante en el desarrollo de la personalidad de un niño e influye en su afectividad, pero, si queremos evitar un sufrimiento de este tipo, bien podemos adoptar un loro, “Roberrrrto”, que tienden a vivir 80 años o más.
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