Y entonces, el nombre de Laika se hizo famoso entre toda la población perruna del mundo. El hecho de haber sido el primer ser vivo terrestre metido a una cápsula para navegar en el espacio -con fines científicos, decían los científicos-, le dio a esta perrita una fama que traspasó fronteras patrias e ideologías políticas. Estados Unidos y la Unión soviética andaban en plena disputa para ver quién lograba más victorias espaciales. Y en ese año, 1957, el trofeo se lo ganó la ejemplar canina Laika, de nacionalidad rusa.
Pero no importó que fuera comunista. Laika era una heroína universal y por todas partes hubo superabundancia de perras llamadas Laika. En Las Mercedes, mi tío Ángel Ardila, que era muy curioso, ponía inyecciones, y estaba bien informado de lo que sucedía en el mundo porque escuchaba radio, se consiguió una perrita recién nacida, a la que bautizó Laika, y, oficiando de cirujano casero, le cortó la cola para darle pedigrí. En adelante, muchas perras mercedeñas se llamaron Laika y muchas colas de perras pasaron por las manos de mi tío.
He recordado este pasaje de perros, porque supe por redes sociales que el pasado domingo fue el día universal de los perros. Y de las perras. Mi perro de infancia se llamaba Príncipe, y de él escribí alguna vez que se metía entre mis cobijas y luego se metió entre mis versos.
Cómo no recordar en esta celebración de perros, al profesor de Preceptiva Literaria, en la Normal de Convención, un paisa docto de apellido Peláez, que nos hizo aprender aquella sabrosa sátira social en verso, La Perrilla, de José Manuel Marroquín, que relata el caso de una perrita escuálida, que quiso cazar un jabalí: “Sarnosa era, digo mal/, no era una perra sarnosa/, era una sarna perrosa/ en figura de animal”.
Y hablando de perros, hay que hablar necesariamente de su fidelidad. “El amigo más fiel”, lo llaman. “El mejor amigo del hombre”. Un perro no abandona a su amo, y ni siquiera después de muerto el amo.
En algún lugar del mundo cuyo nombre no recuerdo, hay una estatua de un perro, con una hermosa leyenda. Cuentan que todos los días el animal iba a la estación del tren a acompañar a su amo que salía a trabajar. Y al atardecer, regresaba a esperarlo. Después de varios años, un día el hombre no volvió. Un carro lo había atropellado y murió. El perro siguió yendo todas las tardes a esperarlo, y lleno de tristeza fue muriendo poco a poco, sin dejar de esperar a su amo. Murió en la estación. Los vecinos del pueblo que conocían la historia, lo enterraron con honores y le levantaron la estatua.
Supe de una perra (“no piensen, no, que es mentira/ pues lo cuenta quien lo vió”/) que tuvo crías en una finca de Durania. El dueño regaló tres de los cuatro perritos, cuando aún estaban amamantándose de la mamá. Pues ésta, todas las mañanas, hacía un recorrido hacia las casas a donde habían llevado sus perritos. Los amamantaba, en sitios distintos, y luego regresaba a casa, a darle de comer al perito que no habían regalado.
La historia, la literatura y el cine están llenos de relatos de perros que salvan vidas, que rescatan perdidos, que realizan hazañas increíbles. ¿Recuerdan a Lassie, la perra de una serie de televisión, que tenía más seguidores que cualquier película famosa?
Y a todas éstas, ¿qué pasaría con Wilson? ¿Volverá? “Es flaca sobremanera/ toda humana previsión/ pues en más de una ocasión/ sale lo que no se espera”/.(La perrilla).