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Autonomía secuestrada
El panorama empeora porque las universidades públicas tampoco están blindadas frente a la politiquería: sus consejos directivos se volvieron otro pote de mermelada.
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Lunes, 15 de Septiembre de 2025

Lo sucedido esta semana en la Universidad Nacional volvió a encender las alarmas: se presentaron disturbios y una explosión dentro del edificio de Sociología. En Caracol Radio, Ronald Vargas, representante estudiantil de posgrados, denunció que “la explosión ocurrió producto de la elaboración de artefactos explosivos dentro del edificio, porque allí no hay cámaras y lo utilizan para armar los explosivos con los que luego salen a confrontar a la Fuerza Pública”. También advirtió que, en menos de una semana, los estudiantes han tenido que ser evacuados en varias ocasiones y que hoy circulan dentro del campus al menos cinco grupos clandestinos.

En Colombia, el debate sobre la autonomía universitaria y la entrada de la Fuerza Pública a los campus refleja un problema más agudo: la erosión constante de la autoridad y el orden en nuestra sociedad. El inconveniente no es la autonomía en sí, sino la forma en que se ha interpretado y aplicado, hasta convertirse en un escudo que protege a criminales, encapuchados, reclutadores de grupos armados ilegales y narcotraficantes.

No podemos seguir negando lo evidente: la autonomía se ha convertido en sinónimo de impunidad. Hoy, la Fuerza Pública no puede ingresar a un campus sin autorización expresa del rector, lo que en la práctica significa una barrera legal que termina beneficiando a los criminales. Mientras los rectores dudan o guardan silencio, los grupos criminales extorsionan, intimidan y aterrorizan tanto a la comunidad académica como a los vecinos de las universidades. Lo que alguna vez se diseñó para proteger a los estudiantes, hoy los pone en riesgo.

El panorama empeora porque las universidades públicas tampoco están blindadas frente a la politiquería: sus consejos directivos se volvieron otro pote de mermelada.

A lo anterior se suma la interpretación que ha hecho la Corte Constitucional y el marco jurídico vigente, que han creado una verdadera “camisa de fuerza” para la Fuerza Pública. Con el argumento —válido, pero mal usado— de la protección de los derechos humanos, los gobernantes se muestran temerosos de actuar. Los uniformados, a su vez, se sienten desprotegidos: cualquier intervención legítima puede convertirse en una investigación, un señalamiento político o una sanción. El resultado es un círculo vicioso de inacción, impunidad y desconfianza.

Sin un Estado que ejerza con firmeza el monopolio de la fuerza y garantice la seguridad en cada rincón, no hay progreso posible. La educación, la economía y la convivencia se desmoronan cuando la autoridad se diluye y la ley termina favoreciendo a los delincuentes.

Por eso es urgente aplicar soluciones que ya se han discutido, pero que nunca se llevan a la práctica: legislar un protocolo que permita el ingreso inmediato de la Fuerza Pública a los campus en casos de flagrancia, sin necesidad de autorización del rector, especialmente frente a delitos graves como terrorismo, narcotráfico o secuestro.

También es necesario consolidar las mesas de seguridad universitaria que ya existen en algunas ciudades, convirtiéndolas en una política de Estado y asegurando su presencia en cada institución, con participación de estudiantes, profesores, directivas y autoridades, para coordinar la prevención y compartir información de manera segura. De igual forma, debe ser obligatorio instalar más cámaras de seguridad en los campus, para impedir que los delincuentes encuentren zonas ciegas donde fabricar explosivos o esconderse bajo el manto de la autonomía.

Y a la par, se requiere fortalecer la seguridad interna y las labores de inteligencia dentro y alrededor de las universidades. Es claro que este Gobierno se abstendrá de actuar en esa dirección, porque ha puesto su atención en proteger a la “primera línea” en lugar de a los estudiantes que, con enormes sacrificios, buscan forjar un futuro mejor a través del estudio.

La autonomía no puede ser excusa para la criminalidad. Defender a los delincuentes en nombre de la libertad académica es una contradicción que ha degradado nuestras universidades y las ha convertido en zonas de riesgo. Si queremos que vuelvan a ser faros de conocimiento y motores de desarrollo, debemos recuperar la autoridad y el orden en cada campus y en cada rincón del país.


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