No creo que exista absolutamente nada que pueda dar fe de la mansedumbre de un hombre en sus perfectas relaciones de hogar, que un racimo de uvas. Observarlo caminar llevando en una de sus manos tan apetitoso concierto de dulzura y verlo desprender camino de su casa, de uno de sus gajos, una de sus redondeadas y exquisitas pulpas, para medir el sabor de la fruta que con los suyos habrá de compartir en la mesa, es la prueba máxima de su indiscutible dedicación a la familia.
Y es que la uva significa, en medio de esa diminuta redondez que la caracteriza, toda la dulce ternura que lo une a la casa, todo el afecto por sus ruidosos chiquillos, toda su afición por compartir con ellos y la esposa, la envidiable placidez de las jornadas libres.
Así que cuando vemos a un ciudadano por la calle, llevando en alto un frondoso racimo de uvas, nos da la sensación de que lo cubre una profunda satisfacción, un inmenso deseo de agradar a todo el mundo, una disposición placentera de saludar con una amplia sonrisa a quienes suela encontrar a su paso, un notorio gesto de amabilidad que se capta al instante.
No hay duda de que para merecer las bendiciones que emanan de un hermoso racimo de uvas, se necesita tener tranquila y bruñida la superficie del alma, que ésta no esté rayada por el encono y el desamor y que su invariable destino no sea otro que procurar la felicidad de quienes nos rodean. Así las cosas, y contagiados de un talante alegre, apacible discurrir de las pasiones, buena vecindad con las penas, tolerancia y respeto con quienes competimos, devoción por el deber encomendado, podremos ser dignos de la cordial compañía de un racimo de uvas. Y algo más, poder degustarlas en exquisita camaradería, contando con su obsecuente complacencia.
¿Acaso no han pensado alguna vez, al encontrarse en la calle a un hombre que lleva consigo un hermoso racimo de uvas, de la rebosante complacencia que a estas pareciera notárseles?. ¿Acaso no les ha parecido que tuvieran vida y que sus mejillas se colorearan de infinita alegría, al sentirse cabalgar sobre tan bondadosas pisadas?. ¿Será acaso que en los dedos de quienes las sostienen se perciben las íntimas vibraciones de quien posee un hogar completamente feliz?. ¿Presentirán de pronto que, en unos cuantos minutos quizá, formarán parte de la mesa de una familia rebosante de dicha y barnizada del entusiasmo de un hombre coloquialmente amable y paternal?.
Así que a desconfiar del hombre a quien no le luzca en una de sus manos, al mediodía, un racimo de uvas. De seguro carece de un refugio donde escampar sus penas y sus alegrías. Debe odiar a la sociedad y a sus instituciones. Y al no llevar su diestra cargada de tan dulce fruta milagrosa, puede de pronto ocuparla para robar y matar apretando su ruidosa empuñadura.