El tiempo transcurre y pareciera que la humanidad, o al menos quienes vivimos en esta parte del mundo muy lejos del territorio ucraniano, nos hubiéramos acostumbrado a la barbaridad que implica una guerra de agresión iniciada en febrero pasado, cuando Rusia -potencia nuclear- invade a su vecina Ucrania, mucho más pequeña en territorio, población, poder de fuego y riqueza económica. Por ello, sorprende la resistencia heroica de los ucranianos, pues transcurridos diez meses y con grandes pérdidas de vidas humanas, y la destrucción de casi toda la infraestructura de los servicios básicos, siguen resistiendo. La llegada del crudo invierno, nos hace recordar lo que ocurriera en 1942, cuando la naturaleza freno el avance de la infantería y blindados del tercer Reich hacia Moscú.
La guerra, su crudeza, dolor y destrucción en la medida que el tiempo pasa, empieza a convertirse en parte del panorama habitual, de los sucesos “normales” del acontecer internacional, empezando a olvidarse que tras tal atrocidad pende la vida de cientos de miles de personas, y que las secuelas para el resto de los habitantes del globo terráqueo son también muy perjudiciales, porque tanto Rusia como Ucrania pero especialmente esta última, son grandes productores de oleaginosas, trigo, maíz y otra variedad de cereales generando una escasez creciente que ha hecho que los precios de tales productos se incrementen mucho, lo que viene a unirse a la crisis de la cuál aun como humanidad no terminamos de salir, me refiero al COVID19, a lo que se suma el incremento de los precios del petróleo y otros combustibles de origen fósil, que unido al incremento de los precios de los fletes aéreos y marítimos hacen que la humanidad se esté debatiendo en una crisis económica importante, de la que los más perjudicados -como siempre- son quienes tienen menos recursos de todo orden para afrontar semejante avalancha de problemas.
Natallia Pinchuk, esposa del activista bielorruso Ales Bialiatski, uno de los ganadores del Nobel de la Paz 2022, ha recogido el premio en Oslo hace pocos días en nombre de su marido, que se encuentra preso. Entre otras cosas ha dicho que “Moscú quiere que Ucrania se convierta en una dictadura dependiente de Rusia como lo es Bielorrusia”. En paralelo, el presidente ucranio, Volodímir Zelenski, ha reconocido que la situación en la provincia de Odesa (al sur del país) es “muy difícil” después de que los bombardeos con drones contra instalaciones eléctricas han dejado a más de un millón y medio de personas sin luz. El mandatario enfatiza que todos los días hay bombardeos que afectan las instalaciones de energía, mientras la temperatura es cada día más baja, lo que agrega un problema humanitario crucial a las complejidades propias de un conflicto armado.
Si de la guerra cada vez se nos informa menos, lo mismo ocurre con otros aspectos vinculados a ella. Así, la marina rumana ha desactivado varias minas navales que vagan a la deriva, las que han sido sembradas por Rusia y Ucrania en el mar Negro, obligando a los países costeros más cercanos (Rumania, Bulgaria y Turquía) a desactivar las que se acercan a sus costas. Dicho mar, es esencial para el transporte de cereales, petróleo y sus derivados, influyendo así en el incremento de sus precios.
En el intertanto, los organismos internacionales han fracasado en el restablecimiento de la paz, como también los lideres espirituales, pues no son oídos. Es lamentable, pero la historia no asumida ni aprendida vuelve a repetirse una y otra vez, significando pérdida de miles de vidas humanas, deterioro del medio ambiente y retroceso general para toda la humanidad.
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