El 17 de abril de 2018, después de viajar por más de 12 horas desde Duaca, en su natal estado Lara, el venezolano Robinson González, de 38 años, cruzó la frontera por San Antonio del Táchira y pisó Norte de Santander. No solo traía una maleta con ropa, también estaba cargada de sueños y metas, para darle calidad de vida a su esposa y sus dos hijas.
Llegó a acompañado de unos amigos, pero con el pasar de los días terminó solo. Al no encontrar trabajo en Cúcuta, una ciudad totalmente nueva para él, los ahorros que se trajo fueron menguando progresivamente, al punto de quedarse sin un peso y tener que dormir en la calle.
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“Nunca imaginé salir de mi país así, cuando llegué aquí pensé algo así: ‘bienvenido al nuevo futuro’, en donde fácilmente pudiera conseguir una oportunidad de empleo y en dos semanas después de haberme radicado estuviera mandándole plata a mi familia. Y no fue así”, relató el migrante.
22 días durmió González en la terminal de transportes de Cúcuta, mientras ganaba algo de dinero reciclando botellas plásticas. Cuenta que lo peor para él fue tener que durar varios días sin bañarse, hasta que alguien le habló de un sitio en el río Pamplonita, a la altura de El Malecón, en donde podía hacerlo. Para entonces, a su falta de recursos se sumó la xenofobia, pues en varias ocasiones se sintió rechazado por ser venezolano. No obstante, mantuvo las ganas de salir adelante.
Mientras dormía y veía el tráfico de pasajeros, se fijó en la conversación de varios mineros que arribaban recurrentemente a la terminal para tomar el autobús que los llevaba a los distintos yacimientos de la región. Fue allí donde conoció la actividad que lo llevaría a salir de la calle: la minería del carbón.
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Su comienzo como minero tampoco fue fácil, pues el primer trabajo lo consiguió en una mina ilegal en Sardinata, donde no contaba con la seguridad laboral y social. Sin embargo, siempre podían más sus ganas de salir adelante, así que comenzó en el grupo que arreglaba la carretera hacia la cantera, luego, se atrevió a entrar a un socavón, para ganar un poco más de plata.
“La experiencia más dura que he vivido fue la muerte de mi mamá. 100 días llevaba sin verla, porque trabajaba en esa mina ilegal. Me fui a enterrarla y regresé a seguir trabajando”, recordó.
Aunque Robinson ya tenía dinero para dormir en un lugar decente, no era suficiente, y cada vez veía más lejano el cumplimiento de sus sueños.
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Pero, cuando obtuvo el Permiso Especial de Permanencia (PEP) se le presentaron mejores oportunidades y así pudo ingresar a la empresa Carbomax. Ya tenía algo de experiencia en el sector minero, sin embargo, poco a poco fue aprendiendo más, pues no es lo mismo trabajar en la ilegalidad que acatar los protocolos de la legalidad.
En su nuevo trabajo conoció a excelentes compañeros que le brindaron apoyo. “Siempre le pedí a Dios que me pusiera en el camino gente motivadora. En la minería hay mucha gente humilde y buena”, destacó.
Ahora, para Robinson González ejercer la minería es un orgullo, porque “gracias al trabajo como minero” en Carbomax se pudo traer a su familia, ahora sonríe con frecuencia y está feliz de poder ver crecer a sus hijas. Incluso, contó que ha compartido con otros venezolanos dentro de los yacimientos, con los que siempre hay un tema en común que conversar.
Ahora, su deseo es mantener “el trabajo digno” para darle a los suyos lo que necesitan.
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