Después de ocho meses de gobierno, el presidente deja una percepción que no da pie para esperar un mejor futuro. Esto se está dando porque parecería que Duque no se ha dado cuenta de que está gobernando una nación marcadamente dividida por la opinión e indignada por la falta de claridad, tanto en el rumbo, como en acciones efectivas para solucionar diferentes tipos de problemas, empezando por los más acuciantes como el bloqueo de la Vía Panamericana por la Minga Indígena, solucionado, por ahora, después de casi un mes de negociaciones. En el trasfondo de dicha percepción gravita el que su legitimidad de origen fue apenas suficiente y no ha sabido acrecentarla durante el ejercicio del cargo.
El indicador de la fragmentación nacional más cercano fue el resultado de las elecciones presidenciales, cuando la coalición de fuerzas políticas que lo llevó al poder obtuvo un triunfo poco contundente pues su principal contendor, Petro, representando a la izquierda, obtuvo la votación más voluminosa en toda la historia tanto en números como en porcentaje. Y al mismo tiempo el centro ideológico se dividió entre un considerable número que votamos en blanco y la mayoría que, por rechazo a Petro, terminó votando por Duque al considerarlo no tanto mejor, sino menos nocivo para el país. El punto es que la legitimidad de origen de Duque fue apenas suficiente, lo cual hacía necesario acrecentarla en el ejercicio del cargo so pena de debilitar su gobernabilidad, pero no ha sido así.
Ahora bien, el presidente Duque, consciente de la división nacional, desde su posesión se apartó del divisionismo que quiso lubricar el presidente del Congreso y pronunció varias frases invitando a la unidad bajo un “Pacto por el futuro de Colombia”. Pero una cosa es querer la unión y otra ejercer liderazgo para lograrla. Para lo primero solo se requiere la intención, para lo segundo hay que sumar visión de estadista, firmeza de carácter y autoridad política proveniente no solo de la legalidad del cargo, sino también de su talante y sentido de la oportunidad política, todo lo cual confluye en competencia gubernativa.
Pero desde el comienzo Duque empezó a acusar vacíos en dicha competencia. No es sino recordar cómo dejo pasar la oportunidad de la unión de todos los partidos alrededor del resultado de la consulta anticorrupción. Luego vino su forma de abordar las relaciones con el Congreso que quizás hubiera funcionado si hubiese triunfado en primera vuelta. Pero con una legitimidad de origen apenas suficiente, soslayar la posibilidad de lograr consensos respaldados con representatividad en el gobierno de al menos los partidos declarados independientes, ha sido una equivocación donde, por ejemplo, se originan los resultados de la “ley de financiamiento”, la primera votación del Plan de Desarrollo y lo que se ve venir con las “objeciones a la JEP”.
En fin, si a todo lo anterior le sumamos el abordar el problema con el gobierno venezolano principalmente desde el ángulo de “razones ciudadanas”- mientras que el régimen de Maduro lo hace prevalentemente desde “razones de estado”, planteando así una partida jugada equívocamente, el pronóstico para el futuro inmediato del país no puede ir más allá que contentarnos con un “gobierno apaga incendios”.