Al finalizar cualquier camino, algo rasga el horizonte y lo alarga, para iniciar un peregrinaje sentimental que libere el pensamiento, igual a como lo hacen las aves cuando se asoman a la savia del viento.

Y, así, partir hacia una distancia espiritual, intelectual, misteriosa y seductora, que presagia un oasis hechicero donde nace el reposo, en una lejanía presta a acogernos allí, para abrevar la sed con ilusiones.

Aprender que la esperanza no es una virtud, sino una cosecha que recoge el tiempo, cuando muda sus colores en un arrebol del alma, lo reforma todo, nos devuelve o nos quita, y purifica el secreto de la belleza.

Y que el corazón se torna un campanario, unas veces con toques tenues para celebrar la bondad, otras redoblando a duelo y, las demás, con el repique arrebatado que anuncia una leyenda personal.

El tiempo y el azar se hacen aliados, para que la sabiduría descienda de la oscuridad, así como la aurora nace de la agonía de la noche, o de la media sonrisa de la luna, con espejismos mágicos.

Si uno escancia la vida con ojos frescos y lentos, y la recorre en un silencio sagrado, puede ver el cielo cada vez más azul, donde las nubes juegan a ser anillos circulares de lluvia y, luego, riegan su mejor semilla.

Entonces inscribe su historia en las piedras antiguas, en huellas que enseñen a los viajeros a intuir el cambio de piel mental, a sentir que están en el camino, a reconocer la voz del destino y esperar…nada más.

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