Apreciado lector:
Usted, debo por lo menos imaginármelo, sabe que cosa es un “columnista”, y hasta es posible, no obstante lo ocioso que dice considerar este oficio, que tenga su columnista de cabecera y alterne con los áridos textos de mecánica popular y automovilismo, una que otra nota ágil y precisa, humorística o grave, comprometida o insulsa, de las que suelen brindarse en los periódicos.
Pero usted, y millones de seres en el mundo como usted, alejados absolutamente de las labores periodísticas, al terminar la lectura de la nota hacen un pequeño gesto afirmativo con la cabeza, que indica que están de acuerdo con las ideas expresadas en ella o con las gotas de realismo mágico allí concebidas y hasta llegan a comentar interiormente: este Pedro Pipas escribe bien. Y esto es todo, no le dan la mayor importancia al asunto, porque es tan fácil como, para Diego Maradona, en su mejor momento, haber hecho una jugada magistral en una cancha de fútbol. Usted mismo, que ha dicho ser un corredor de autos, habrá pensado muchas veces que para su columnista favorito, hacer una nota es tan fácil como hundir el acelerador y ganar rápidamente velocidad en un circuito callejero.
Pero la realidad es algo muy distinto. En la columna no se trata de hundir el acelerador, sino de hilar muy despacio. Y es esa la razón por la que usted, apreciado lector, me va a permitir explicarle que cosa es un columnista en el ambiente periodístico. Un columnista es, en primer lugar, un animal que, como los leones del circo, tiene que salir diariamente al enrejado redondel a hacer su número. Pero, a diferencia de los leones, que siempre emiten los mismos rugidos, antes de atravesar el aro encendido del temerario domador, el columnista tiene que realizar su función circense, teniendo que divertir a niños y adultos, pero cambiando siempre de rugido, de la forma del aro y sometido no a uno, sino a miles de domadores exigentes. Es en esta continua renovación del repertorio, en la única cosa que los columnistas nos diferenciamos del resto del elenco circense. Por lo demás tenemos mucho en común, sobre todo con el león, pues a menudo solemos rugir sobre la indefensa hoja en blanco de papel, ametrallando las
palabras con el imparable retableteo de las letras de una vieja máquina de escribir.
La dificultad de cambiar cotidianamente el repertorio estriba en la pequeña circunstancia de que no diariamente se suceden cosas que puedan inspirar o impresionar fácilmente la sensibilidad del columnista. En otras palabras, que no todos los días los temas afloran con la misma claridad del resplandor del sol tras las montañas. Y cuando la lluvia parece opacar ese elemento vital de nuestra actividad, arropándonos con el hálito enfermizo de la nostalgia, tenemos que encender, con nuestra imaginación, nuestro sol interior. Solo así podremos aspirar a que nuestras notas sean leídas con agradable satisfacción. El secreto quizá pueda consistir en la íntima convicción que debe tener el columnista de que para su lector, así se trate de un acelerado corredor de autos, es asunto de vida o muerte llenar su desesperanzado corazón, con las rosas frescas regadas sobre la superficie de una indefensa hoja en blanco.
Las notas no son necesariamente insulsas, cuando irradian de luz la esperanza y hacen sonreír la imaginación, al punto de que en un momento puedan ser como un helado de mandarina, en las pequeñas manos de un niño ansioso de sed.