
Los aires musicales nos contaban de comarcas y veredas, de ancestrales paisajes, de personajes, de toda esa magia campesina que se deleitaba, con el eco de los sueños, paseando por el alma nacional.
El folclor nos conmovía, con un delicioso orgullo por las costumbres sanas, ahora refugiadas en una sombra de la memoria que, tan sólo, espera un suspiro del recuerdo bueno, para ser, nuevamente, luz de la patria.
La guitarra, el tiple y la bandola, de la región andina, el arpa y el cuatro de los llanos, el tambor, la marimba y la percusión del pacífico, y el acordeón del atlántico, como pregoneros naturales, proclamaban los géneros musicales.
Y de sus entrañas surgió un sentimiento melódico que anduvo, como en un caracol de nostalgias, por montañas, mares, ríos y valles narrando la belleza de los Andes, de los litorales de los Océanos y la delicia de un pueblo soñador.
El bambuco, el pasillo, el torbellino, la guabina, el bunde, el bullerengue, la contradanza, el currulao, la cumbia, el galerón, el joropo, el mapalé, el merengue, el vallenato, el merecumbé, el porro, la rajaleña, el pregón, el sanjuanero y la carranga, con sus alucinantes coreografías, fueron génesis de nuestra esencia.
Y como un puñado de estrellas palpitantes, revelaron los secretos ancestrales en canciones, danzas y ritmos autóctonos, para cantar -y bailar- en un escenario primoroso, la esperanza de renacer, cada día, de su propia añoranza.
¿Qué hicimos del pasado? ¿Por qué dejamos perder nuestra riqueza? ¿Si meramente bastaba conservar los saberes colombianos sencillos, la querencia étnica luminosa y pura, reflejada en el amor espontáneo, e innato, de un país por sus valores?
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