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Mitos y clichés
¿Qué hay qué hacer? Afrontar la realidad. Reconocer que no somos lo que predicamos. Ni siquiera católicos, menos, buenos católicos. Debemos sincerarnos, pero para ello hay que ser primero sinceros y no tramposos.
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Jueves, 21 de Agosto de 2025

En estos días oía a una señorita candidata a uno de los tantos reinados decir que representaba a un municipio de nuestro departamento – municipio que me abstengo de nombrar –, de gente trabajadora, honrada, pacífica, resiliente y empoderada (estas dos últimas, palabras de cajón, que quién sabe qué diablos en realidad significan, pero que se deben usar para estar a la moda).

Al pueblo donde pasé mi infancia vino a pacificarlo un sacerdote de la provincia de Ocaña, monseñor José Francisco Rodríguez, luego vicario general de la diócesis. Le oí sus sermones encendidos en que denunciaba que cómo era posible que no había domingo en que al caer la tarde se contaran infaliblemente tres muertos a cuchillo o a bala. Viví, pues, en un pueblo violento. De vainas no soy cuchillero. Y a ese pueblo, amigo lector, usted lo oirá mencionar como pacífico, tolerante, trabajador y honrado.

¡Pueblos pacíficos y país pacífico con 22.000 guerrilleros despiadados copando toda la geografía patria, y en donde ejercer la política puede costar la vida, como sucedió recientemente con el senador y candidato presidencial Miguel Uribe!

¡Pueblos honrados en donde por lo general gobernadores y alcaldes resultan investigados por robo al erario! ¡Ah, además, ministros y congresistas corruptos, y magistrados, jueces y fiscales venales y politizados! Algunos ya están encarcelados y otros huyendo, y los más en vía de encarcelación.

¡Pueblos trabajadores en que, según lo constaté hasta con mis amedianeros de unas fincas que heredé, no cultivaban ni un tomate y preferían venir a comprarlos a la capital o al pueblo cercano más grande!

Cuando me desempeñaba como juez de instrucción criminal y debía viajar por todos los municipios del departamento, recuerdo que algunas empleadas amigas del poder judicial me encargaban huevos criollos, de pura gallina mierderita, como decía mi secretario –de esas que comen de todo en el campo y en los solares–, y tenía que comunicarles que ya los campesinos no criaban gallinas; si quieren huevos, les respondía, toca comprarlos en el Ley.

Una vez les dejé unos kilos de lenteja a mis amedianeros para que hicieran un sembradío pues el negocio era próspero, y los “condenados” –como decía mi padre– cuando vinieron a Cúcuta y les pregunté que cómo iba la siembra, me contestaron que habían hecho una sopa con mis lentejas.

¡Ese es nuestro pueblo trabajador! Pueblo que no cosecha nada bueno, nada sano, sino lo ilícito, lo ilegal: la marihuana y la coca.

Entonces, compañeros y amigos, vivimos de mitos, de clichés, de eslóganes mentirosos.

¿Qué hay qué hacer? Afrontar la realidad. Reconocer que no somos lo que predicamos. Ni siquiera católicos, menos, buenos católicos. Debemos sincerarnos, pero para ello hay que ser primero sinceros y no tramposos.

¿Cómo se logra? Inculcando desde el hogar y luego en las aulas de estudio, desde la primaria hasta la universitaria, las virtudes, los valores, la justicia, el respeto a lo que se merece, la honradez y la equidad. Descubrir y no encubrir que la verdadera caridad no es la falaz misericordia con los pecados, y que la verdadera justicia no es el diálogo con los criminales ni el perdón de los delitos.

Enseñar desde temprano y siempre a distinguir entre el bien y el mal, sin excusas ni coartadas. Lo malo es malo y lo bueno es bueno, y punto. Solo así podremos levantar la frente y pregonar en voz alta y con orgullo que somos un pueblo de verdaderos y muchos méritos: inteligente, noble, cristiano, honrado, laborioso, educado y digno.

orlandoclavijotorrado@yahoo.es


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