Hay una palabra silenciosa, peregrina -y sola-, que se ancla en el recuerdo y recorre, como una mariposa al viento, las añoranzas humildes que retoñan en el corazón, para pregonar en él un cuento apacible.

Es bella, e íntima, nace en la memoria, se siente inspirada para enamorar una vieja estrella que irradia huellas luminosas en el tiempo y lleva, en sí misma, la génesis sentimental de una ilusión.

Es un cayado que nos guía, que sesga la fragilidad y nos anima a la aventura de sentirla, o escribirla, con la fantasía desbordada, para rescatar aquella idea extraviada que será nuestro salvamento.

Es aroma, colibrí que fecunda, emanación, criterio, caricia, brisa, alivio, faro, lucidez, en fin, es la danza sensible de las pequeñas cosas que van revelando la prudencia sabia y la edad de las circunstancias.

Es un estado intelectual del alma, un hálito vital, capaz de compensar el hastío y avanzar, con la divina llama de la inteligencia, hasta reclinarse en los ojos de la eternidad y asilarse en el entorno azul del arte.

La lluvia serena la riega y el rocío se convierte en constelaciones, titilando adjetivos de libertad, para advertirnos que el universo sólo nos da semillas, en la medida en que asumimos el compromiso de cultivarlas.

Esa palabra íntima se cuelga cándida, ingenua, como una enredadera bonita, o un jazmín, de una ventana de la aurora y, luego, descansa en un nido de pájaros, para arar los colores de la vida y plantar allí la simiente de pensar…

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