Un viejo sereno pasaba en su bicicleta, en la madrugada, anunciando con su pito que todo estaba bien y era hora de preparar el café –colado– para esperar, en una mecedora, el silencio majestuoso y lento del rocío.

Por entre las hojas de los árboles el viento se curvaba sobre las matas, hacía cantar a los canarios, hablar a los loros, o caminar -más bella que nunca- a una tortuga, que husmeaba una exora en el patio.

Me sentaba en el prado, aspiraba la caricia cariñosa de la brisa y presentía el tiempo de la fantasía en las horas mañaneras, antes de que se fugaran, demasiado pronto, con la silueta blanca del día.

Los sueños se colgaban en una colcha bonita de costumbres provincianas, tejida de querencias, o se guardaban en un morral de cuero arrugado, como el del cartero que venía por la tarde a traer alguna profecía.

El lápiz se afilaba con sacapunta, se escribía en papel, a mano, o a máquina, se sintonizaba la radiola, o se contestaba el teléfono negro –de disco– colgado en la pared, esperando –con ilusión– una llamada pedida al 01.

Era un mundo sencillo, con armonía pueblerina, de puertas abiertas, rústico, ungido de alegría, de flores, de esperanza, en fin, de una belleza que quería salir de la mirada, para sembrarse en el corazón.

Epílogo: ¡Qué pesar! Ya no puedo enlazar las sombras con el fresco de la tarde, solo escuchar mi pensamiento arando en la memoria, para hallar una ruta mágica –en espiral– hacia el recuerdo grato de las cosas de antes…

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