Italia me enseñó que no había distancias, sino sueños y, de mito en mito, hizo converger en mí una lejanía apasionante, El Mediterráneo, con su magia azul atrayente y misteriosa, inscribiéndose en mi alma.
Hay allí una reminiscencia épica, recogida por los vientos en un entorno bellísimo de lagos, mares y ríos, enmarcada por Verona, Venecia, Florencia, Bolonia, Palermo, Roma, Nápoles y, por supuesto, el encanto de Sicilia.
Está sembrada de valores familiares y costumbres enseñados por Virgilio, paisajes y pueblos pintorescos, con un sur de exótica calidez y un suspiro del Po, al norte, invocando a Europa y los enigmas escandinavos.
Al frente la saluda Asia, con el trote de los caballos arábigos y la lentitud de los dromedarios en las caravanas, la ruta de Mesopotamia, los gitanos con sus amuletos peregrinos y los fenicios buscando la púrpura en los moluscos.
La alegría de una tarantela Napolitana celebra la majestad imperial de Roma, del eco de Pompeya y el Vesubio, del amor en Venecia, de las frutas y viñedos sonriendo en la gente amable y del mar enamorando la imaginación.
Las estrellas y los vientos reflejan las visiones de la antigüedad y el Faro de Malta se erige como testimonio de las leyendas, que son ciertas, renovadas por el murmullo del tiempo y las huellas del recuerdo.
Todo fluye a Italia, atraído por las sirenas, la sabiduría de griegos, romanos, musulmanes, asiáticos, africanos, el valor de Cartago, el horizonte de La India, y la heroicidad de Ulises y Eneas, para reposar en Sicilia.
(Seguramente no vaya, pero Italia me aguarda bondadosa, para soñarla mejor y cantar, en una aurora o un crepúsculo bonito, Torna a Sorrento…).
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