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Fragilidad
Caminamos bajo el sol entre el mutismo de las filas kilométricas de autos anquilosados en un río de metal que no fluía.
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Jueves, 8 de Mayo de 2025

El apagón me pilló almorzando, lo cual considero un guiño cómplice de la serendipia, pues todos saben que no hay peor hecatombe que aquella que te coge con hambre. Me terminé mi ensalada enlatada y sorteé la calle en un amago de Frogger nivel legendario por la inesperada ausencia de las luces ordinales de los semáforos. La oficina, como todo buen animal alimentado por electricidad, entró en una forzosa hibernación que nos envió a casa. A pocas calles de allí, mi perro correteaba con sus amigos en la cándida ignorancia de las mascotas cuando no con poca sorpresa me vio entrar por la puerta de su guardería para llevármelo media jornada antes de lo presupuestado. El augurio infalible de que algo estaba pasando.

Caminamos bajo el sol entre el mutismo de las filas kilométricas de autos anquilosados en un río de metal que no fluía. Varios de sus ocupantes, sin saberlo, tardarían hasta seis horas en llegar a sus hogares aquel día. La vía de entrada a Madrid era una estática serpiente cuyas escamas motorizadas brillaban multicolores bajo el sol del mediodía junto a un carril de salida despejado, listo para una carrera meteórica de cualquier bólido que fuera a contracorriente del pánico. La postal perfecta para alguna serie distópica en la que el fin del mundo sorprendió a la mayoría de sus habitantes en la no menos catastrófica tragedia del tráfico capitalino.

Pata izquierda tras pata derecha tras pata izquierda, llegamos a nuestro barrio mezclándonos en la peregrinación de ciudadanos que, como mi perro y yo, optaron por la mecánica de sus cuerpos como medio de transporte. Las hileras a las afueras de los supermercados y los cajeros electrónicos, junto con los profetas que arreaban por la calle bultos de leche, baterías y agua, nos remontaron por instantes al 2020. “Serán los mismos que todavía no han terminado de gastar el papel higiénico que compraron durante la pandemia”, pensé para mis adentros al tiempo que me reprendía por no tener listo el kit de supervivencia para 72 horas que Von der Leyer sugirió semanas atrás.

Sin datos, wifi ni líneas móviles disponibles opté por la radio para informarnos, pero rápidamente descubrí que en los celulares nuevos las ondas de ésta no van por el aire, sino que se destilan con internet. Entonces rebusqué en el cajón de los cachivaches viejos hasta dar con un teléfono que todavía tuviera este pequeño apéndice de tecnología vetusta y sintonicé Onda Cero para comprobar si afuera quedaba algo de civilización. Al ver que el mundo no ardía de momento, y embriagados por la paz silenciosa de las notificaciones que no llegan, nos recostamos en la cama con mi perro para sumergirnos en aquella fragilidad humana, el delicado equilibrio social que puede quebrarse si alguien trastabilla con el cable equivocado.

Retomamos “La Pianista” de Elfriede Jelinek donde la dejé en el último segundo que hubo luz. Sin distracciones y con el ruido blanco de sus ronquidos caninos pensé que el apocalipsis no era tan malo si venía a tu encuentro ya almorzado y leyendo.

fuad.chacon@outlook.com


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