En esta época del Twitter, el WhatsApp, los chats y tantos nuevos sistemas abreviados de comunicación resulta, por lo menos, curiosa la extensa carta que el expresidente Santos le dirige al Presidente del Partido Comunes, Rodrigo Londoño, en un momento tan crucial de la vida nacional.
Como varios periodistas lo han señalado, es un escrito que no está dirigido a una persona en particular sino es una proclama de autoelogios y severas críticas al Gobierno Nacional. Es una especie de botafuegos caligráfico.
El país conoce a ciencia cierta el estado de violencia que aqueja a numerosas regiones; el drama de los asesinatos de muchas personas víctimas de oscuros criminales, la tragedia de comunidades enteras acosadas por los narcotraficantes de todo pelambre; la dolorosa pobreza que padecen tantos colombianos. Y como si algo faltara, la pandemia que ha castigado al mundo entero.
De suerte que lo afirmado en la célebre carta no es nada nuevo, excepto que, según su autor, todo esto empezó el 7 de agosto de 2018 cuando se posesionó el Presidente Duque. Se debe entender, entonces, que el anterior gobierno de ocho años dejó a Colombia nadando en la riqueza, sin narcotráfico, sin crímenes, sin corrupción.
También es evidente que todos queremos la paz. Nada más deseable que vivir en un país sin guerra como lo consiguieron muchos países que sufrieron las peores conflagraciones bélicas, cuando todos sus habitantes se propusieron reconstruir piedra a piedra ciudades, factorías y empresas agropecuarias.
Nadie se apropió de la paz como un trofeo individual. Nadie hizo alarde de ser el único artífice de la paz porque el objetivo fue reparar los desastres causados por un enemigo común. Nadie se relamió en achacar a otros los defectos y errores cometidos. Nadie deseó que el proceso se hundiera para poder reclamar el anterior éxito propio.
Si recordamos bien, los gobiernos que presidió Álvaro Uribe avanzaron grandemente en superar la desastrosa situación que vivía Colombia en cuanto a inseguridad, ruina de la economía, atraso en infraestructura, para mencionar solamente algunos asuntos. Y en cuanto a las guerrillas, fue evidente el avance en su derrota, pero todavía faltaba bastante para lograr obligarlas a una desmovilización total.
Por eso, cuando Santos asumió la Presidencia, inició apresuradamente un proceso de paz con una insurgencia todavía fuerte, y para satisfacer su vanidad buscó por todos los medios llegar a unos acuerdos que resultaron ser costosísimos, incompletos y sin gran respaldo popular.
Los ganadores fueron los guerrilleros que consiguieron todo tipo de ventajas económicas y jurídicas, y el perdedor fue el Estado Colombiano que quedó con parte de la guerrilla en armas, atacado por los numerosos grupos de narcotraficantes y sometido a unos mecanismos legales que favorecen a los delincuentes.
El baño de sangre que vive Colombia es fruto de la delincuencia; de los guerrilleros que no se desmovilizaron; de la disputa por tierras; de la minería ilegal; del control territorial por los narcotraficantes. En definitiva, de un país que el actual gobierno recibió en llamas y que está tratando de apaciguar.
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