Los recuerdos son ausencias que aun laten y sólo el silencio y la soledad perciben, en un homenaje a la nobleza del corazón, a las emociones que reposan en sus rincones, con esa dignidad de ser leyendas íntimas.
Son sentimientos que van y vienen por las orillas del tiempo, ascienden en espiral a la sabiduría del universo y semejan pedacitos de estrellas que van cayendo, como un segundo crepúsculo, en la memoria sincera.
Sólo el alma posee el don de cultivarlos, de reunirlos en instantes hermanos, bonitos, con ese susurro de brisa azul que trae la imaginación en la mañana, al borde de la humildad de la luz primera.
Nos cuentan señales antiguas de que algo -que no precisamos- queda por hacer.
y que existe una inspiración oculta que debe descubrirlos, porque son sueños peregrinos y errantes, extraviados en la consciencia.
Es como sentir que el destino retorna a repasar las raíces espirituales y a reconocer cuáles de ellas merecen una arqueología de la ingenuidad, para sembrarlas -nuevamente- en la ruta de la esperanza.
A veces, de tanto ser ignorados, construyen su propio mundo, circular, con alas de pájaros y color de luna, con un pensamiento que atrae ilusiones remotas y riega la nostalgia con un rocío melodioso, también azul.
Los recuerdos son la versión finita de un horizonte inscrito en los cielos del ayer, contada por duendes que ahora se reúnen en una esquina del universo a tejer, al azar, retazos de viento…