Hay una tendencia al remordimiento histórico. Estatuas derribadas como la de Hussein en medio de una invasión internacional. Otras como la de Sebastián de Belalcázar en medio de la violencia de la Primera Línea. Con el Muro de Berlín cayeron las de Lenin. España tumba las de Franco. En Duitama cae la de César Rincón.
Ruedan próceres señalados de esclavistas. Demuelen la placa que en Cartagena recordaba a los soldados ingleses caídos en el gran triunfo de Blas de Lezo. Con navajazos y aerosoles se muestra el descontento con pintores y músicos venerados. Pleitos viejos casi olvidados regresan a las memorias colectivas. Hay ánimo errado de juzgar los acontecimientos históricos con la lupa de hoy, aumentando injustamente las tensiones sociales locales e internacionales.
Los museos se declaran “tenedores fiduciarios de la gente” y tratan de justificarse en “la necesidad de dar un carácter universal a ciertas manifestaciones del arte, la cultura o la historia humanas”. Los expertos diferencian los bienes comprados y donados, de los tomados como botín o simplemente robados. La UNESCO y los gremios de museos se han enfrentado.
Avanzan los casos de devolución por ahora parcial, de bienes del patrimonio cultural o histórico de naciones. En una humanidad opresiva de unos pueblos contra otros, de invasiones y botines permisivos, el traslado de bienes de alto aprecio local a tierra del poderoso ha sucedido sin tregua.
Babilonios, fenicios, egipcios, chinos, griegos, romanos, japoneses, españoles, ingleses, holandeses, franceses, alemanes, norteamericanos y más, llevaron a sus capitales, coleccionistas privados y museos, precisamente porque eran valiosos para las naciones dueñas, objetos que representan maravillas artísticas, nacionalidades, guerras, lujos, desgracias y bendiciones.
Exhibirlos era un orgullo. Hubo líderes que los regalaron para agradecer algún servicio político, o en aventuras arqueológicas y científicas.
Parece estar de moda devolverlos.
Los Mármoles de Elgin, sacados de la Acrópolis por el diplomático inglés mediante firma del emperador turco en Constantinopla, invasor de Grecia, y vendidos en 1816 al gobierno del Reino Unido, han provocado repetidas y sentidas protestas y pedidos de repatriación desde el Museo Británico donde se exhiben.
En 2023 la ministra de Cultura británica dijo tajantemente: “Los mármoles del Partenón, son propiedad comprada por el Reino Unido y aquí se quedan”. Ya veremos. Grecia recuperó una estatua fragmentada de Alejandro Magno hecha en el siglo segundo, y cientos de otros objetos, gracias a la cooperación policial europea.
El Vaticano tímidamente resolvió devolver a Grecia tres mármoles del Partenón que poseía, como un acto de amistad con los ortodoxos. Francisco recalcó que es una donación; no un acuerdo entre estados.
Desde 2020 los EEUU han repatriado a Italia un millar de obras y objetos valiosos. Incluso tienen un director federal para la repatriación. Nuestra Cancillería trajo hace poco un centenar de piezas precolombinas devueltas por gobiernos como el suizo y el italiano, y ciudadanos europeos, a nuestras embajadas.
A países africanos como Ghana, museos ingleses han hecho préstamos permanentes de valiosos objetos expatriados.
El Tesoro Quimbaya, en el museo de América en Madrid, hace parte de los seis más importantes saqueados, comprados o donados. Los otros cinco son la Puerta de Ishtar, en el museo de Berlín; el Penacho de Moctezuma, en el de Historia Natural de Viena; los Monarcas de Dahomey, en el Chirac de París; el Busto de Nefertiti, en el Nuevo de Berlín; y los mármoles de Elgin.
El retorno del Quimbaya es serio deber de estado. Busquemos fórmulas, a la vaticana, que le salven un poco la cara tanto al donante, desautorizado post mortem hace años por la Corte Constitucional, como al beneficiario. Sobre todo que, entre países amigos, y por ahora copartidarios, como Colombia y España, debe hacerse inteligentemente.
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