Hay instantes en los cuales comienza uno a ser artesano de sus ideales, a colocar flores en las ventanas del alma, en una procesión majestuosa de secretos azules que se plantan como guías en el camino.
E inspiran al pensamiento a captar los símbolos sagrados y depositarlos en el corazón, como el viajero que regresa con una humildad primitiva a su fonda, trayendo en su alforja recuerdos bonitos para decorar el crepúsculo.
La aurora muestra su elegancia natural, para anunciar la certidumbre de que hay demasiadas cosas por descubrir -o rememorar- para ir hacia el encanto del destino, en una alianza mítica con el tiempo espiritual.
La luna, serenísima, da simetría a las nostalgias gratas asiladas en el horizonte, con una mirada acariciante, una sonrisa, unas trenzas, unos ojos o una canción, que siembra retazos de luz en los sentimientos.
La historia da paso a la imaginación y amplia el viento y el espacio, con una alegría lírica de colibrí y pone a la intimidad de pie para homenajear la eternidad, con semillas de esperanza brotando del cuenco de las manos.
Los pájaros posan su libertad de rama en rama y gorjean versos enamorados, una ardilla traviesa juega y los árboles cuentan la oscuridad de sus sombras, tupidas con esa soledad feliz que toma café bajo su morada.
Uno no puede ser indiferente a lo bello, a los sueños peregrinos que buscan dónde descansar su lejanía itinerante, despertarse en una metáfora seductora y susurrarnos, con su eco sabio, que hay mucho por hacer…todavía.
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