
Las fracturas de un país no se miden solo en PIB o indicadores económicos. Hay heridas más profundas y duraderas. Tres años después de que Gustavo Petro llegara a la presidencia, el mayor deterioro no está solo en las cifras, sino en la confianza, la cohesión y los valores compartidos.
Petro no solo ha gobernado con una personalidad errática; ha hecho de esa inestabilidad un estilo de liderazgo. Sus improvisaciones, cambios de posición y desplantes envían un mensaje claro: las reglas son accesorias, la palabra no compromete y el capricho personal pesa más que cualquier acuerdo. Ha instalado la idea de que la inestabilidad es aceptable en la cabeza del Estado.
Su discurso enfrenta a unos contra otros: quien piensa diferente es enemigo, quien tiene más ha explotado, quien cuestiona traiciona. Ha convertido la polarización en combustible de uso diario. En vez de un debate democrático, cultivó una guerra cultural que se libra en redes, en las calles y hasta en las mesas familiares. En estos tres años, sus palabras han sido más letales que las balas: han dividido, degradado y envenenado el alma del país. El resultado: un país donde cada vez es más difícil tender puentes.
En este contexto, su ejemplo personal como esposo y padre no es menor. El episodio en Panamá, donde humilló públicamente a la primera dama, dejó un mensaje devastador: para él, la lealtad y el respeto en una relación son valores desechables. Y con uno de sus hijos, al que mostró en campaña para sumar votos, terminó diciendo que “no lo crio”.
¿Qué siente un hijo al que se usa como bandera política para luego ser negado, así haya resultado un delincuente? Ese gesto refleja una fibra moral fría y egoísta: las relaciones son útiles mientras sirvan a un objetivo personal. Y si la familia es el núcleo de toda sociedad, ¿dónde queda ese pilar cuando desde la máxima autoridad se exhibe el desprecio, la negación y la instrumentalización de los lazos más sagrados?
A eso se suma la presencia de una joven de 22 años, sin credenciales conocidas más allá de su cercanía íntima con el presidente, viajando en helicópteros oficiales y tomando decisiones en el gobierno. El mensaje es demoledor: el mérito y la preparación no valen nada si se tiene acceso personal al poder. Se institucionaliza el amiguismo y se banaliza el servicio público.
Su trato hacia las mujeres ha estado marcado por desautorizaciones públicas, comentarios misóginos y gestos de superioridad. En un país golpeado por la violencia de género, esa conducta desde la cúspide no solo perpetúa el problema: lo legitima. Peor aún, ha nombrado en cargos de responsabilidad a personas con acusaciones graves de violencia sexual, incluso contra universitarias, enviando un mensaje desolador a las víctimas: que el poder premia a sus agresores.
Su forma de ejercer su liderazgo degrada la dignidad institucional. Llegar tarde, incumplir, humillar a sus ministros y culpar a todos menos a sí mismo normaliza la irresponsabilidad y el irrespeto. Lo que en un presidente es espectáculo, en la cultura ciudadana se convierte en permiso para la desidia y el desprecio mutuo.
El daño más profundo es moral. Ha romantizado la ilegalidad, justificado la violencia como rebeldía y premiado a personas cuestionadas, consolidando la idea de que la honestidad es opcional. Ha convertido la mentira en herramienta diaria, erosionando el valor de la verdad.
Este liderazgo no solo divide: corrompe. Cuando el presidente desprecia a su pareja, la sociedad normaliza el desprecio en los hogares. Cuando humilla a funcionarios, se aprende que el abuso es parte del poder. Cuando niega públicamente a un hijo, se envía el mensaje de que los vínculos más sagrados pueden convertirse en simples piezas descartables a conveniencia. Y cuando se exhibe como modelo de éxito a alguien sin trayectoria, se mata la fe en la educación y el trabajo como caminos para progresar.
Por eso, lo más grave que dejará este gobierno no es un déficit fiscal ni el incumplimiento de metas. Es un país más insensible, desconfiado y dispuesto a enfrentarse que a colaborar. Reconstruir esa cultura será una tarea monumental. Las cifras pueden corregirse; sanar una sociedad que aprendió a desconfiar y despreciar al otro exigirá liderazgo, humildad y capacidad de convocatoria. Esa será la verdadera factura de estos tres años: no lo que Petro no hizo, sino lo que enseñó a dejar de ser.
#FuerzaMiguel
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