En estos días, a la hora del almuerzo, hubo una silla más ocupando la mesa. Un pariente lejano que se apareció de repente, y que casi nos deja sin bandeja y sin postre. Ese señor tiene muelas de grillo, dijo la muchacha del servicio, luego de percatarse que el taxi en que se alejó, a la vuelta de la esquina había desaparecido. Muela de grillo?, hube de preguntarme, y en seguida me acordé de la mala fama atribuida a ese pobre animalillo.
Al rememorar mis tiempos de infancia, en la finca de mi padre en Urimaco, me pareció oírlo vociferar contra los diminutos pequeñuelos, al referirse a los estragos ocasionados en las sementeras y a los incalculables destrozos en las cosechas. Si no hubiera sido por esos malditos grillos, era la expresión más suave que solía oírle.
Pero es que la mala fama siempre los ha perseguido. Si en un pantalón o en una camisa, o peor aún, si se trata de un suéter o de un saco de lana, aparece un pequeño roto o una desgarradura casi inadvertida, la plena responsabilidad, con pena de muerte incluida, es achacada a los grillos. De ahí que nadie ofrezca un comino por su vida, entregando, por el contrario, gran parte de su haber, con tal de silenciarlos.
Recuerdo a mi mujer, una noche después de acostarse, encender, con la rapidez de un rayo, la luz de la lámpara, y con la otra mano agarrar un zapato, que más parecía una afilada machetilla dispuesta a cobrar venganza. Fue el momento en que el astuto grillo tuvo que desplegar toda su estrategia, toda la malicia aprendida de sus ancestros, toda la picardía de que lo dotó su singular existencia, para no perecer bajo el duro tacón que pretendía exterminarlo.
Agazapado detrás de una cortina, observaba a su perseguidora lanzarle golpes ciegos al eco del chillido. Con ojillos burlones y sonrisa traviesa, el pequeño bribón esperaba el momento de dejarla cansada de lanzarle el zapato sin la suerte esperada. Al final mi mujer se desplomó extenuada, se metió entre las sábanas y se alargó en la cama. Fue entonces cuando el grillo dio un chillido de triunfo y saltó al otro extremo previniendo otro asalto.
Es ahí donde ella se levanta despacio y en puntillas se acerca tras su golpe de gracia. Mas al no descubrirlo se regresa a la cama, enhebrando en la mente los peores deseos al grillo escurridizo. Aquel había turbado su sueño placentero y una deuda de honor colgaba de un zapato.
Adentrada la noche me quedé meditando. ¿Por qué los grandes odian el chillido del grillo, mientras los niños gozan al oír su balada?. La respuesta emergió en un par de segundos. Como si un abogado defensor de los grillos, habitara el cerebro donde viven mis sueños, la respuesta precisa fue certero alegato que absolvió al señor grillo y a los niños grillitos. Es que los grillos son, como son los pequeños, juguetones traviesos gritanderos y alegres. Ellos chillan y saltan, hacen bulla y rezongan y desgarran la ropa al tropel de sus piernas, al igual que los grillos cuando rompen la tela, atraviesan la seda o desfloran la lana, abriendo huequecillos en las sábanas cardas.
Por eso cuando oigo el grito destemplado de un chillón abogado, aturdiendo el recinto donde la toga es ruana incorruptible y frágil, pienso en un vulgar grillo, sin cerebro ni audacia, que penetrarla quiere con dentelladas ásperas, por ausencia de sabía que interprete un artículo, evitando romper el orden prevalente, donde el derecho teje el traje a la justicia.