La vida me acostumbró a ser un viajero incansable, un peregrino imaginario, a estudiar, de la mano de las leyendas y los siglos, los lugares de mis fantasías, como espiando ausencias escondidas en los rincones de mi alma.
De manera que he sido lector de mares y montañas, con una vocación misteriosa que me enseñó a no perseguir las cosas, sino a soñarlas, como un adivino de la exquisita nostalgia que producen las lejanías.
Y aprendí a intuir las cuerdas del sol que me halan de la mañana al ocaso, que el silencio es el ancla en el mar, o la estaca en la montaña, y que la soledad puede guiarme, con su cayado natural, por la belleza del mundo.
Así, se me abrieron los corredores de los océanos, los tupidos caminos de las cordilleras y los continentes, para dejarme sentir que, a pesar de mi escasez y finitud -humanas-, poseo una esperanza similar a su inmensidad.
Sólo bastan el lenguaje de la geografía, los anales de la historia y la noble sensación de vigilar los destellos del tiempo en el espejo del universo, para sentir que, aunque sea infinitesimal, tengo el don de pensar.
Entonces, me puedo bajar en una isla de La Polinesia, aprender sus costumbres, su sabiduría marinera, conocer los secretos de los vientos y las estrellas, o regresar al Mediterráneo, a devolver el sitio que tomé prestado a mis recuerdos.
Un día de estos voy a quebrar una espiga en las manos y la dejo volar en pedacitos, a ver a dónde los lleva la brisa, y me voy a subir a uno de ellos, en una esquina de cristal, a mirar el rumbo que toma el más pequeñito.
Gracias por valorar La Opinión Digital. Suscríbete y disfruta de todos los contenidos y beneficios en https://bit.ly/SuscripcionesLaOpinion