La democracia se debilita y aún desaparece, cuando las crisis – generalmente de pobreza, de violencia y de corrupción – se agudizan y las contradicciones sociales parecen desbordarse. Fue lo sucedido con la crisis de la Rusia zarista y en Alemania, como consecuencia de su derrota en la Primera Guerra Mundial, con el intento revolucionario y luego la captación totalitaria hitleriana del débil régimen republicano de Weimar; en Cuba el detonante del derrumbe democrático fue la corrupción de los gobiernos de Fulgencio Batista y del neocolonialismo norteamericano; en fin, en España, es la caída de la monarquía, la crisis de la República y la subsiguiente guerra civil y el triunfo del franquismo.
Históricamente esa ha sido y es, la puerta de entrada del autoritarismo de la mano tanto de revolucionarios que todo lo quieren cambiar, como de los proclamados “salvadores de la patria” del desgobierno reinante, de la amenaza a la democracia, que es precisamente lo que terminan destruyendo.
Una de las consecuencias de lo anterior, fue que en el mundo desembocamos, Colombia incluida, en la crisis de los estados nacionales, ocasionada no solo por el anotado debilitamiento de los estados, agravada por la globalización de los mercados y de la economía, que no generó su contrapeso, su marco de acción en un nuevo orden político que reemplazara o al menos reforzara el existente, en una estructura de poder y de decisión. No se configuró, la instancia de gobierno que respondiera por el manejo mundial y supranacional de ese poder.
No se logró con la ONU, hoy ninungeada, en cuyo seno se reprodujo el viejo esquema de poder de los países y economías dominantes, con una visión que, aunque remozada, era débil dada su pretensión de ser una instancia mundial, pero sin los necesarios instrumentos de acción. Desde su concepción, estaba claro que el club de los poderosos, hoy ampliados con China, sentado en el poderoso Consejo de Seguridad, no iban a ceder su poder y privilegios, fruto de su fuerza económica.
El resultado, es un mundo corroído por un hiperindividualismo de corte ultraliberal, libertario, a la sombra de un darwinismo social, de la ley del más fuerte, la conocida ley de la selva, que pasa por encima del cuerpo de leyes, acuerdos y reglas del juego discutidas y acordadas en un largo proceso histórico de construcción de normas y principios de comportamiento, en que se asienta la democracia, a secas, sin calificativos, que terminan distorsionándola.
Lo que se percibe ahora y cada vez de manera más clara, es que el sentido y vivencia de lo nacional, de la nación, de lo territorial, nunca olvidemos que los humanos no somos espíritus o cerebros puros, sino animales territoriales. Esta realidad fundamental, sobrevive a la lógica homogenízate de un neoliberalismo anti estatal y antinacional, que absolutiza el poder de los mercados libres y nivela artificialmente el de los individuos y su capacidad para libremente decidir lo suyo, sin interferencias del Estado o de intereses de terceros.
Al respecto va a ser interesante la suerte del proyecto libertario (“anarco capitalista”) de Milei en Argentina que, como ningún otro gobierno, hoy encarna ese ideal libertario, al grito de “viva la libertad carajo”.
Y con el reconocimiento, con el renacimiento de lo nacional, viene de la mano, el papel del Estado, que reabre el escenario verdadero y realista, no ideológico y utópico de la estadolatría o de la mercado latría, para recuperar la senda trazada tanto por el pensamiento social demócrata y social cristiano de “tanto mercado como sea posible, tanto estado como sea necesario”, entendiendo que no son proporciones fijas e inmutables, sino que se ajustan de acuerdo a las circunstancias; por decirlo, son una condición o característica histórica.