La reciente novela histórica de Gonzalo España (‘Odios Fríos’, Grijalbo, 2016) traza un retrato fiel, pero sin contemplaciones de una de las figuras más importantes de nuestra historia política de finales del Siglo XIX y comienzos del siglo XX: Miguel Antonio Caro.
Caro, un bogotano de rancios perfiles, fue uno de los personajes polifacéticos más notables que tuvo nuestro turbulento siglo XIX. Humanista en todo el sentido de la palabra, latinista de alto fuste (escribió junto con don Rufino José Cuervo la primera gramática latina que se publicó en Colombia); jurista rotundo: fue el redactor principal de la Constitución de 1886.
Creador de la Regeneración que le dio un vuelco político innegable y renovador, con el aporte del conservatismo, a la amodorrada política del Siglo XIX bajo el liderazgo de Rafael Núñez. Jefe conservador y periodista político aguerrido ocupó la primera magistratura del país durante una de las frecuentes ausencias del señor Núñez.
Y fue, por último, uno de los economistas más notables que tuvo el país. Sin salir nunca de la Sabana de Bogotá vivía al tanto de las más importantes novedades económicas que por aquella época escribían en inglés, en francés y en italiano los grandes escritores de la época; fue el padre de las fórmulas marmóreas de carácter económico de la Constitución del 86.
Su célebre polémica con don Miguel Samper sobre el significado del curso forzoso de nuestra moneda, su defensa del Banco Nacional y del crédito público y sobre el intervencionismo del Estado en la vida económica, permanece aún hoy como una de las mejores piezas del pensamiento de nuestra historia económica.
Solo tuvo un defecto mayúsculo: su intolerancia y su dogmatismo. Como bien lo describe en su magnífica novela Gonzalo España, arrinconó sin piedad y obtusamente a los jefes del radicalismo a quienes encarceló y expulsó del país. A quienes les cerró sus imprentas y todos los espacios de convivencia. Hizo imposible la concordia nacional. Y sembró así la semilla de la que sería quizás la guerra más sangrienta y terrible que ha vivido Colombia: la Guerra de los Mil Días.
El proceso de paz que siguió a la devastadora Guerra de los Mil Días está marcado por el contraste de la personalidad de dos figuras preeminentes de nuestra historia política. La una, la del bogotano M.A. Caro con su inteligencia, pero también con su intolerancia habitual, que conservó hasta el final de sus días, cuando ocupó, ya siendo expresidente, un escaño en el Senado de la República, al comenzar el siglo XX.
La otra, la del gallardo general antioqueño que comprendió con clarividencia y generosidad que había llegado el momento de cerrar heridas y construir el posconflicto luego de la terrible Guerra de los Mil Días: Rafael Uribe Uribe. Que entendió que había llegado el momento de buscar la convivencia entre los colombianos; que así se lo dijo con valor a su propio partido y que quizás por ello cayó asesinado cobardemente en las gradas del Capitolio Nacional.
En una evocadora exposición que dedicó recientemente a su memoria la Universidad del Rosario, de la que era colegial, se rescató una significativa frase del general Uribe Uribe cuando terminaba la Guerra de los Mil Días. “Ahora, dijo, ha llegado el momento de que nos despidamos como soldados y nos saludemos como ciudadanos”.
Es paradójico constatar cómo ciento diez años después, el péndulo de la historia cambia la geografía de los protagonistas: ahora quien encarna la obstinación de la paz y la persistencia por alcanzar la convivencia pacífica entre los colombianos es un bogotano; y quien simboliza la obstinación recalcitrante para entender que ha llegado el momento de construir la paz es un antioqueño.
* Exministro de Hacienda y de Agricultura