La cuestión del trasteo es asunto que, a ratos, suele resultar bastante enojoso. Sin embargo hay quienes viven de los que les toca mudarse y en asunto de prestar ese servicio tienen tal organización empresarial, que incluyen hasta métodos sofisticados para desvalijar la casa o para firmar contratos de subarriendo, de cada una de las habitaciones e incluso el zaguán, antes de abandonar la vivienda y disponerse a dejar la llave con la vecina.
Desde luego que en la mudanza existen varias categorías. La del estudiante de cuartucho estrecho que se las arregla, con un viejo maletín de lona cuyo cierre esta mas trabado que pretina de borracho cervecero, para acomodar el par de medias remendadas, con las cuatro camisas descoloridas y los tres bluyines desteñidos, los que recuesta con una presión descomedida sobre la espalda de cuatro libros raídos y descuadernados, que a la vez apachurran un par de viejos zapatos de cuero y una mugrienta almohada de espuma, que le regalo una tía precavida desde cuando salió bachiller. Para este no existe otro medio de trasteo, que sus piernas y su propia resistencia física.
No sobra recordar que en este país el ceremonial de las mudanzas se ha convertido en un lugar común. En un drama cuyos lanzamientos, por falta de pago, alcanzan limites impredecibles. La diferencia con el próspero ejecutivo que se trastea a un lujoso condominio, radica en que mientras éste hace su mudanza en una caravana de camiones, el empleado hace seis meses destituido, carga con todos los cachivaches que le han sido tirados a la calle, andando en rigurosa fila india con su mujer y sus ocho hijos, como si se tratara de un enjambre de hormiguitas obreras, llevando sobre sus espaldas diminutos trozos de hoja a una cueva, para garantizarse su incierta supervivencia en el verano.
Pera también, en relación con los trasteos, se dan circunstancias pintorescas que bien vale la pena relatarse. El caso de la madre nerviosa y preocupada que lanza un desgarrado grito al soñar que su travieso y entrometido hijo pequeño, se encuentra hecho una tortilla bajo un escaparate que perdió el equilibrio. El de la señora que le advierte al ayudante que templa el lazo, que trate con mucha suavidad la caja donde va el retrato bigotudo de su bisabuelo de la guerra de los mil días, que más parecen un par de pinceles o un corbatín adoquinado, en el que para retratarse el conspicuo personaje tuvo que tragarse varios bastones con mango y empuñadura de contera.
Pero a diferencia de los ejemplos anteriores, existen otras serie de inquilinos, que de la casa han desvalijado hasta las tejas, se han llevado hasta los enchufes del teléfono, le han quitado las celosías a las divisiones de los baños, han arrancado las antenas incorporadas y cuando el dueño resuelve lanzarlos, porque además son un mal ejemplo para el vecindario, debido a que se creen los dueños del tránsito de las vías, agretiando los vidrios de los ventanales con los infernales ruidos de su ostentosa vocinglería motorizada, amenazan con demandar y con volver a ocupar la casa, para terminar dejándola en escombros, sin una sola hoja en los árboles, sin un solo estantillo en que sentarse y sin ni siquiera un timbre el cual oprimir cuando llegue la hora de pedir auxilio.
A esos depredadores, quienes deben sentirse como con una patada en el trasero, no hay que volverles a alquilar ni un solo cuarto, para que se vayan del barrio y dejen dormir tranquilo al vecindario.