Ocurrió durante una novena de Nuestra Señora de las Gracias de Torcoroma en la capilla situada en el barrio El Rosal de Cúcuta. Allí es costumbre que los devotos de la patrona de la provincia de Ocaña y las colonias de la misma nos congreguemos por el mes de agosto a celebrar cada aniversario de la aparición.
Aquella persona me saludaba muy jovialmente. Yo ya la había visto en reuniones de las colonias, pero no habíamos tenido un trato cercano. Al charlar durante el novenario, después de la ceremonia religiosa, ya incluso nos identificamos por algunas remembranzas del pueblo, por haber conocido las gentes importantes y por el apego a las tradiciones culinarias como la de la arepa sin sal y con pellejo, las flores de barbatusco en huevos pericos, las cocotas y la cebolla cabezona. En fin, resultamos paisanos.
En esas pláticas me elogiaba hasta hacerme ruborizar y me aseguraba que no se perdía ninguna de mis Croniquillas en La Opinión. Según lo prometía, podía no solo contar con su amistad sino con su ferviente admiración.
Cierto día me dijo que si podía traer unos escritos para que se los examinara pues tenía proyectado publicarlos en un folleto. Accedí, con todo gusto, de modo que al día siguiente me entregó un sobre con su obra literaria plasmada en unas cuantas hojas. Eran vivencias de su ejercicio como docente en el área rural de aquel municipio. En uno de los poemas se leía, palabras más, palabras menos: “La semana pasada, brillaba el sol en el horizonte, mientras el sacerdote subía en una bestia hacia nuestra escuela. Los niños, en formación, agitaban banderitas de Colombia, y los miembros de la junta de acción comunal se hacían presentes, junto con los padres de familia y la comunidad en general. El párroco permaneció tres días en la vereda. Fueron calendas de fiesta y alegría. Muchos fieles se acercaron al sacramento de la confesión, a la misa y a la comunión. Terminada la visita del santo cura, quedó el recuerdo de mañanas y tardes vividas con aquel fervor. Siempre permanecerá en mi memoria ese agradable momento que engalanó nuestra escuelita humilde, sencilla y de gente cristiana y buena”.
Los poemas y las prosas iban por ese tenor. Entonces, al preguntarme al otro día por mi concepto, antes de responderle le advertí: si me lo permite y acepta mi opinión sea la que sea, se la diré ya. Contestó afirmativamente, por lo que ya con tal autorización le solté mi criterio honesto: sus escritos no tratan nada nuevo, se ocupan de temas muy triviales y comunes, expresados en un tono muy familiar. Guárdeselos para usted y su entorno, pero no creo que valga la pena publicarlos.
Al siguiente día que volvimos a encontrarnos en la capilla, la mentada persona me esquivó, y nunca más volvió a hablarme, hasta el presente.
Pese a mi consejo de que no valía la pena que editara aquello, lo editó. Sus parientes y amigos le alabaron. Nuestro personaje comió cuento. Y también la alcaldía municipal porque le concedió un diploma y le brindó un reconocimiento público por su aporte a la cultura.
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