Quise hacer un ejercicio de discernimiento que fuera más allá de la descripción de datos, que me lleva a afirmar que la crisis de Cúcuta no es solo económica y social, es una “inmovilidad” de la consciencia sobre lo público y una sumisión cómplice, nutrida del miedo y “extendida” por la crisis, que se retroalimenta conduciendo a un círculo vicioso.
Para argumentar lo anterior partiré de un análisis desarrollado por Boaventura de Sousa, y trataré de llevarlo al contexto cucuteño. Existe una crisis profunda en la ciudad que se expresa en la mayoría de los indicadores socioeconómicos; esta realidad se presenta además como ausencia de alternativas, y con una narrativa de desorden. Las crisis pueden ser concebidas como una oportunidad para generar cambios, pero en la frontera se convierte en condición permanente, como dice de Sousa “en vez de tener que ser explicada, es ella la que explica todo”, lo cual inhibe colectivamente la posibilidad de construir caminos alternativos, lo que significa también una crisis del pensamiento. Además de lo anterior, en la frontera la crisis se “personifica” y se encarna en situaciones, instituciones y personas, llevando a la añoranza de un pasado nostálgico (cuando los venezolanos llegaban a comprar, que el Cadivi, etc).
La “personificación” de la crisis se expresa en: la devaluación del bolívar, el culpable fue Chávez, Maduro, Uribe, Santos, los “venecos” etc., el inventario puede ser largo, esa lógica de razonamiento “colectivo” tiene varias consecuencias. La primera es que se asume una posición cómoda, facilista y acrítica frente a la realidad, esto es, un nulo compromiso como ciudadano, y se deposita el peso de la “culpa” en otros en abstracto y en concreto. Por otra parte, esta posición afecta la autonomía, y por lo tanto limita la construcción de proyectos colectivos, traduciéndose en derrotismo (“esto no va cambiar”, “eso para que, si siempre quedan los mismos”) y por ende la inmovilidad social.
Lo anterior me lleva a un segundo aspecto que se alimenta en situaciones de crisis y desesperanza, este es el miedo, que según el profesor de psiquiatría Joaquín Nieto proviene “del latín “metus”. Perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario. Recelo o aprensión que uno tiene que le suceda una cosa contraria a lo que desea”. No solo a la muerte, es también el miedo a perder el trabajo, a ser víctima del robo, es una sensación contraria a una situación aspiracional etc. Pero además el miedo es invasivo y se desencadena rápidamente, según Jean Delumeau “escapa a los controles ocultando todo sentido crítico y sentimiento de humanidad”, conduce a lógicas que son a la vez mecanismo de defensa, frente a lo incierto que también se personifican y expresan en varias formas (xenofobia).
Las consecuencias de lo anterior es la búsqueda de seguridad, en este escenario aparecen las propuestas simples, populistas y autoritarias, que dicen lo que quieren escuchar los “ciudadanos” para sentir protección. Entonces las crisis y el miedo aceitan permanentemente el capital político, de una infraestructura de poder afincada; por lo tanto, el cambio y la superación de la crisis no vendrá de ese lado, sino de la molécula social organizada.
Pero esta última no encuentra vías estables para canalizar su insatisfacción, y mucho menos “juntarnos” para construir, ya que las pocas veces que lo hacemos se caracteriza por la cortedad de su duración, y también como dice Bauman, por medio de “carnavales de compasión y caridad… o estallidos de hostilidad sobre algún recién descubierto enemigo público“ (Venezolanos), estas efímeras luchas se disipan cuando regresamos a los avatares de la cotidianidad. Y en ese desperdigado sonsonete no hallamos luz en medio de la oscuridad, más bien razones para justificar equivocadamente “nuestro” destino.