Hay personajes que conciben el amor, casi como un compromiso unilateral, en el que la felicidad no debe ser incluida como contraprestación, sino como onerosa carga emocional de quien los debe amar con frenesí, a cambio de una claudicante resignación.
Cual equivocados están. Desconocen que la sumisión destruye el amor. Que pretender alcanzar su máxima sublimación, no debe confundirse con la aspiración total de su posesión. Quien desea obtenerlo todo, debilita el espacio equidistante de alcanzarlo. Rompe con ese hechizante sentimiento de turbación, de expectativa de perderlo, de delirante preocupación por conservarlo. En esa constante lucha radica su belleza. No en la posesión, cuyo sentido egoísta de plenitud sacrifica el deseo, le roba su esencia, el claro-oscuro de la seducción. Por eso, la mujer que guarda para si un requiebro sin delatarlo, esconde tras ese velo de misterio, el olor fascinante de un perfume infinito.
De ahí que la mujer, aún entregando mil veces su amor, debe reservar, en la penumbra de su intimidad, una discreta rendijilla por donde habrá de penetrar la luz, para que el sol no pueda sofocarla, ni menos eclipsarla, si le da por abrirle, de una sola vez, a su deslumbrante rayo enceguecedor, de par en par, el terciopelo azul de su ventana.
Si tras la búsqueda de una ardorosa entrega, creemos haber iluminado toda su plenitud, debemos renovar en ese firmamento los hermosos destellos del ayer. Solo así descubriremos otras estrellas y otro inmenso cielo de pasión, que nos haga contemplar en la distancia, el deseo irresistible de querer hallar, en su cuerpo, el espacio infinito de una nueva dimensión de las galaxias. Cuando ello ocurra el amor habrá de convertirse en un poema, donde el sexo dejará de ser un transitorio instinto, para convertirse en un delicioso oasis de vida, donde el tedio y la rutina no puedan reflejarse.
Y que no se confunda el juego de la imaginación o la diaria estrategia de la inspiración, con la cruel indiferencia para mortificar o el desprecio pueril para humillar sin piedad. Esas son fraudulentas escaramuzas de amor, que no riegan el alma de un ado superior, porque tienen ponzoña disfrazada de cálculo y en vez de innovación, tienden a marchitar la savia maravillosa del placer.
Por eso en el amor los extremos destruyen la felicidad. Tanto la plenitud de la paz, como la desdicha total, son sus peores enemigos. De ahí que para permanecer en él, como una constante, como un nervio encendido de fuego, debemos idealizar una verdad intermedia. Solo entre la entrega absoluta y la aparente lejanía, entre la plenitud de la confianza y la ansiedad de la duda, puede el amor reverdecer todos los días, como le ocurre al roble que jamás se extingue, porque sus raíces emergen del corazón mismo de la tierra.