Colombia llega al 2026 hablando como potencia verde, pero actuando como un país que aún no logra decidir si proteger su futuro o repetir su pasado extractivo. El balance ambiental de los últimos cinco años es una mezcla incómoda: hay avances, sí, pero también problemas estructurales que siguen sin resolverse y que amenazan con agravarse si no se toman decisiones firmes en el próximo periodo de gobierno.La deforestación es el mejor reflejo de esa inestabilidad. En 2023 se celebró la cifra más baja en dos décadas, pero en 2024 el área talada volvió a aumentar con fuerza. La Amazonia sigue siendo la zona más golpeada: allí convergen la apertura de vías ilegales, la expansión de la ganadería, las economías ilícitas y la ausencia efectiva del Estado. Mientras esas causas no se aborden de manera integral, cualquier disminución en la deforestación será solo un logro momentáneo. El próximo gobierno tendrá que concentrarse en un enfoque estable y sostenido que combine control territorial, reforma rural, alternativas productivas y protección real para las comunidades.
La transición energética ofrece otra gran paradoja. Colombia presume de una matriz eléctrica mayoritariamente renovable, pero los proyectos eólicos y solares más estratégicos avanzan con una lentitud desesperante. El caso de La Guajira es emblemático: parques eólicos listos para operar llevan años detenidos por conflictos sociales, trámites inconsistentes y una red de transmisión insuficiente. A esto se suma la dependencia fiscal del petróleo y del carbón, que hace difícil pensar en una descarbonización sin una transición económica igual de seria. El gobierno 2026–2030 deberá destrabar los proyectos renovables desde el territorio, garantizar beneficios reales para las comunidades y definir una hoja de ruta clara para disminuir la dependencia de los hidrocarburos sin comprometer la estabilidad fiscal del país.
En materia de residuos, la situación no es mejor. La economía circular avanza más en discursos que en acciones. La mayoría de los municipios continúa dependiendo de rellenos sanitarios que ya se encuentran al límite de su capacidad. El aprovechamiento es todavía bajo, la infraestructura es insuficiente, las tareas prácticas deben ser: aumentar la separación en la fuente, compostaje comunitario, captura de biogás, formalización de recicladores y plantas de clasificación, estas deberían ser prácticas generalizadas, no excepciones aisladas.
La biodiversidad colombiana, por su parte, enfrenta presiones constantes por minería, infraestructura improvisada, expansión agropecuaria y conflictos socioambientales que se superponen con la violencia contra líderes ambientales. Es imposible hablar de una verdadera “transición ecológica” en un país donde proteger la naturaleza todavía puede costar la vida.
Por eso el nuevo gobierno tendrá que asumir seis compromisos básicos si no quiere que Colombia siga siendo una potencia verde solo de palabra: frenar de verdad la deforestación, destrabar la transición energética, modernizar la gestión de residuos, mejorar la calidad del aire, proteger la biodiversidad y garantizar la seguridad de quienes defienden el territorio. No necesitamos más eslóganes: necesitamos instituciones fuertes, decisiones valientes y la capacidad de decir “no” cuando un proyecto pone en riesgo los ecosistemas que nos sostienen. El periodo 2026–2030 será un punto de quiebre. O avanzamos hacia una Colombia ambientalmente sólida, o seguimos maquillando una crisis que ya no admite excusas.
Colombia llega al 2026 hablando como potencia verde, pero actuando como un país que aún no logra decidir si proteger su futuro o repetir su pasado extractivo. El balance ambiental de los últimos cinco años es una mezcla incómoda: hay avances, sí, pero también problemas estructurales que siguen sin resolverse y que amenazan con agravarse si no se toman decisiones firmes en el próximo periodo de gobierno.La deforestación es el mejor reflejo de esa inestabilidad. En 2023 se celebró la cifra más baja en dos décadas, pero en 2024 el área talada volvió a aumentar con fuerza. La Amazonia sigue siendo la zona más golpeada: allí convergen la apertura de vías ilegales, la expansión de la ganadería, las economías ilícitas y la ausencia efectiva del Estado. Mientras esas causas no se aborden de manera integral, cualquier disminución en la deforestación será solo un logro momentáneo. El próximo gobierno tendrá que concentrarse en un enfoque estable y sostenido que combine control territorial, reforma rural, alternativas productivas y protección real para las comunidades.
La transición energética ofrece otra gran paradoja. Colombia presume de una matriz eléctrica mayoritariamente renovable, pero los proyectos eólicos y solares más estratégicos avanzan con una lentitud desesperante. El caso de La Guajira es emblemático: parques eólicos listos para operar llevan años detenidos por conflictos sociales, trámites inconsistentes y una red de transmisión insuficiente. A esto se suma la dependencia fiscal del petróleo y del carbón, que hace difícil pensar en una descarbonización sin una transición económica igual de seria. El gobierno 2026–2030 deberá destrabar los proyectos renovables desde el territorio, garantizar beneficios reales para las comunidades y definir una hoja de ruta clara para disminuir la dependencia de los hidrocarburos sin comprometer la estabilidad fiscal del país.
En materia de residuos, la situación no es mejor. La economía circular avanza más en discursos que en acciones. La mayoría de los municipios continúa dependiendo de rellenos sanitarios que ya se encuentran al límite de su capacidad. El aprovechamiento es todavía bajo, la infraestructura es insuficiente, las tareas prácticas deben ser: aumentar la separación en la fuente, compostaje comunitario, captura de biogás, formalización de recicladores y plantas de clasificación, estas deberían ser prácticas generalizadas, no excepciones aisladas.
La biodiversidad colombiana, por su parte, enfrenta presiones constantes por minería, infraestructura improvisada, expansión agropecuaria y conflictos socioambientales que se superponen con la violencia contra líderes ambientales. Es imposible hablar de una verdadera “transición ecológica” en un país donde proteger la naturaleza todavía puede costar la vida.
Por eso el nuevo gobierno tendrá que asumir seis compromisos básicos si no quiere que Colombia siga siendo una potencia verde solo de palabra: frenar de verdad la deforestación, destrabar la transición energética, modernizar la gestión de residuos, mejorar la calidad del aire, proteger la biodiversidad y garantizar la seguridad de quienes defienden el territorio. No necesitamos más eslóganes: necesitamos instituciones fuertes, decisiones valientes y la capacidad de decir “no” cuando un proyecto pone en riesgo los ecosistemas que nos sostienen. El periodo 2026–2030 será un punto de quiebre. O avanzamos hacia una Colombia ambientalmente sólida, o seguimos maquillando una crisis que ya no admite excusas.
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