Es asombroso constatar la falta de liderazgo que predomina en el mundo actual. Un claro ejemplo de este fenómeno se puede observar en Estados Unidos con las figuras de Trump y Biden. Esta carencia de líderes fuertes y visionarios también afectó a Colombia, llevándonos a una segunda vuelta electoral entre Gustavo Petro y Rodolfo Hernández.
Muchos decidimos votar por Hernández, a pesar de saber que estaba involucrado en un proceso de corrupción y que ya había sido hallado culpable. Lo hicimos por el miedo que representaba Petro, un personaje de la izquierda radical que se estaba aliando con la peor escoria de la política nacional para cumplir sus objetivos, a todas luces inconvenientes para el pueblo.
Era de conocimiento público que estaba recibiendo apoyo de grupos al margen de la ley, y se preveía que habría concesiones para ellos. Temíamos a un ser narcisista, resentido, egocéntrico, incapaz de llegar a consensos, mentiroso, fuera de sus cabales, embriagado de poder y acusado por muchos, incluso sus más cercanos, de vicioso.
En Bogotá, ya lo habíamos visto gobernar. Sabíamos que no sabía administrar, que no cumplía lo que prometía y que no podía hacer equipo, en parte debido a la gente incompetente que nombraba. La rotación de su gabinete era constante; recordemos que Antonio Navarro no duró ni un mes como secretario de gobierno y que su amigo y compañero de lucha, García Peña, advirtiendo su compleja personalidad, abandonó el barco: en su misiva de renuncia expresó: “Un déspota de izquierda, por ser de izquierda, no deja de ser déspota”.
Pero lo más grave y lo que más asustaba era que, como todo miembro de la izquierda radical, intentaría quedarse en el poder a cualquier costo, y hoy estamos vislumbrando que desafortunadamente nuestros miedos no eran infundados.
Además, no estaba engañando a nadie con lo que pensaba hacer: su plan de gobierno tenía un común denominador: la destrucción de todo. Su narcisismo no le permitía comprender la importancia de construir sobre lo construido y de mejorar lo que ya existía.
Por otro lado, teníamos a Rodolfo Hernández. Muchos decidimos subirnos a la “rodolfoneta” conscientes de la irresponsabilidad que estábamos cometiendo, pero el temor del peligro que representaba Petro era aún mayor. Cada intervención de Rodolfo era peor que la anterior. Sentíamos vergüenza al pensar en votar por él.
Todos los que optamos por el "viejito" cerramos los ojos y miramos hacia otro lado. Aplicamos el fin justifica los medios, algo que muchas veces hemos criticado. Preferimos taparnos las narices y votar. Hoy pido perdón por mi voto, por no haber tenido la valentía de optar por el voto en blanco.
La corrupción de tantos años nos llevó a esta situación; el populismo se apoderó de los votos de tanta gente desesperanzada. Nos vimos obligados a elegir entre dos males igual de graves.
Hoy muchos reconocemos que tanto los que votamos por el "viejito" como muchos de los que respaldaron a Petro, motivados por el horror que veían en Hernández, no tuvimos la valentía de expresar que el país no merecía a ninguno de estos dos personajes. Nos faltó valentía como ciudadanos para exigir. Nos faltó salir a las calles, hacer una gran manifestación, incluso más grande que la que hicimos contra las FARC y, con un solo grito, decir que Colombia se merecía más.
La cobardía, el miedo, la falta de fuerza del voto en blanco nos venció. Hoy aplaudo a los que votaron en blanco, porque expresaron que el país se merecía más. Pero también reconozco que incluso con Rodolfo, el país estaría mejor. ¡Qué mal estamos!
Que esta desgracia nos sirva de aprendizaje para el futuro, que todos luchemos por el país que tanto nos ha dado a tantos.
Que el ayer no se vuelva a repetir, aprendamos de la historia y no permitamos que lo de las elecciones del 2022 se repita. Se lo debemos a Colombia.
¡Malditos corruptos que nos llevaron a esto!
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