La pobreza no debe inspirar compasión, solamente, sino encender el reto de superar la desigualdad colectiva y hacer del progreso una visión sensata y justa del porvenir que ha de construirse, pleno de esperanza.
Lo sentí al leer “Mi casa en el Mundo”, una fascinante obra de Amartya Sen (Nobel de Economía 1998), en la cual propone otorgar a la educación la simetría noble de los principios de dignidad y el derecho a la igualdad.
Es conmovedor su testimonio de amor por la India, por su gente, por la veneración de las tradiciones hindúes y, además, es solemne y profundo el eco de su dolor por la desmembración de Pakistán.
Amartya Sen es un defensor de la libertad, un estudioso incansable de la economía del bienestar y la elección social, del respeto y la democracia, como modelos prioritarios para nutrir de solidaridad la convivencia.
Encontré en él un ser maravilloso, heredero de la exquisita espiritualidad oriental, con esa certeza consolidada de religiosidad, sabiduría y filosofía, en la cual basa su vocación humanista.
Sus ideas lo condujeron a una Economía Sociológica, para alcanzar el Óptimo de Pareto, el punto de equilibrio en el que, quien pueda mejorar su situación, no perjudique -ni reduzca- las posibilidades de otro.
Es que la sociedad debe incorporar a su misión una fortaleza ética armónica, una ilusión permanente de paz, un desarrollo sostenible y un anhelo de evolución en la fraternidad, para rasgar el velo de la sensibilidad.