En la vereda Caño Negro, corregimiento de La Gabarra, zona rural de Tibú, la guerra no es solo un recuerdo, sino una amenaza latente. Desde enero, cuando el conflicto armado en el Catatumbo se recrudeció, cerca de 200 personas se confinaron en la única escuela del caserío, tratando de protegerse de la violencia que los rodeaba. Luis Jesús Silva, presidente de la Junta de Acción Comunal, recuerda esos días como una prueba de resistencia para la comunidad, que sin apoyo estatal tuvo que organizarse para sobrevivir.
“No estaba preparado para esto”, admite Silva. “Uno puede buscar comida para un día, pero mantener a 200 personas por semanas es otra cosa. Pensaba: con 10 mil pesos que se gaste cada uno, ¿de dónde íbamos a sacar todo eso?”. La incertidumbre era absoluta. No sabían si la violencia los alcanzaría, si la guerra tocaría su puerta, si un enfrentamiento entre los actores armados los pondría en medio del fuego cruzado. Sin embargo, lograron mantenerse en pie gracias a la solidaridad de quienes les enviaron alimentos y a sus propios esfuerzos: “Pescamos, hicimos lo posible y la pasamos como pudimos, solo pensando en qué iba a pasar con nosotros”.
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Algunas familias decidieron huir. La falta de condiciones mínimas hizo imposible quedarse para muchos. “Nosotros nos vamos porque tenemos familia en Cúcuta, Tibú y Ocaña”, le dijeron varias personas a Silva antes de partir. “Esos niños por ahí tirados en el piso…ellos salieron, sí, muchas familias se fueron”. Pero otros no tuvieron más opción que permanecer en la vereda, resistiendo en una escuela deteriorada, sin agua potable ni condiciones dignas.
El abandono estatal en Caño Negro no es algo nuevo. La única escuela de la vereda lleva 40 años en pie, pero sin recibir una sola remodelación del gobierno. Hoy, 46 niños están matriculados, pero no tienen profesor. “Con lo que recogemos en reuniones, pintamos la escuela, le pagamos a alguien para que haga el escudo, la bandera…vamos para adelante como podemos”, explica Silva, señalando la infraestructura que debería ser un espacio de formación y esperanza para los más pequeños.
Pero la escuela no es el único símbolo del olvido en esta comunidad. El puesto de salud, que alguna vez brindó atención a los habitantes, fue destruido por los paramilitares. “Todavía se ven los grafitis que hicieron cuando lo tomaron. Está en víctimas, pero nunca nos han respondido”. Lo mismo ocurrió con la cooperativa, saqueada en su totalidad, y con la antigua oficina de Telecom, derribada sin que nadie se preocupara por reconstruirla. “El gobierno nunca ha llegado por aquí”, dice Silva con resignación. “Todo lo que hay lo hemos hecho nosotros con esfuerzo, poniendo de a diez mil pesos cada uno, porque si esperamos que nos ayuden, nos morimos esperando”.
El acceso a la vereda es otra prueba de las condiciones precarias en las que viven sus habitantes. “Usted vio cómo subimos: en una canoita, empujando con un palo. A los otros les toca bajarse y tirarse al agua para empujar. Y de ahí, los que siguen en mula deben andar tres horas y media, hasta cuatro, para llegar al otro lado. ¿Y el gobierno? Nada, no mira nada de eso”, denuncia Silva.
La esperanza, sin embargo, no se apaga. La comunidad sigue luchando, aunque la guerra y la miseria amenacen con apagar sus fuerzas. “Seguimos con la fe en Dios de que esto cambie, de que la guerra termine y podamos sacar adelante a nuestros hijos, esos pichones que llevamos. Necesitamos paz”.
En Caño Negro, la resistencia es cotidiana, pero el abandono también. No hay carreteras, no hay maestros, no hay médicos. Solo hay gente que, con lo poco que tiene, sigue construyendo su propio destino mientras el Estado sigue ausente.
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