Por Laura Bonilla
Subdirectora de la Fundación Pares
El 16 de enero de 2025 estábamos en jornada de planeación en la Fundación Pares, cuando recibimos la noticia: el Eln había lanzado un ataque en el Catatumbo que, en apenas dos semanas, provocó más de 60 mil personas desplazadas, según datos de la Unidad para las Víctimas. Casi al mismo tiempo, nos informaban que los fondos de la cooperación norteamericana destinados a proteger a defensores de derechos humanos en riesgo serían completamente suprimidos.
Ese ataque marcó un punto de quiebre. El Eln rompió acuerdos previos con el llamado Frente 33 de las disidencias, atacó de manera indiscriminada a civiles, violó de forma abierta el principio de distinción y, pocos meses después, incorporó el uso de drones explosivos. Hoy, al cierre del año, tanto el Eln como el Frente 33 mantienen presencia activa en la región.
Desde mayo se han registrado al menos catorce ataques con drones que dejaron ocho civiles heridos y un niño de doce años muerto, además de tres soldados asesinados y ocho heridos. En total, 20 víctimas plenamente identificadas, hasta ahora.
Desde enero, niños y niñas no han podido retornar de forma segura al sistema educativo; las autoridades civiles, de Fiscalía o de Policía no han logrado realizar siquiera un levantamiento completo en varias zonas, y existe una certeza que recorre lugares como Filogringo o Campo Dos: no conocemos ni la mitad de lo que vive la gente en su día a día.
La confrontación que estalló en 2025 no surgió de la nada. Durante al menos tres años, el Catatumbo fue escenario de una coexistencia armada tensa entre el Eln y las disidencias, particularmente el Frente 33. Esa convivencia no implicaba ausencia de violencia, sino una regulación mutua del conflicto: delimitación de corredores, respeto relativo de economías ilícitas y una administración diferenciada del control territorial. En ese contexto, la población civil quedó atrapada en una forma de gobernanza criminal que producía orden, silencio y rutinas previsibles, pero cuyo fundamento era la coerción.
La promesa de la Paz Total no llegó. Por el contrario, entre ceses, rupturas y ambigüedades, la estabilidad tensa de la región dio paso a una guerra abierta. La agenda estatal estuvo marcada por decisiones contradictorias: se instalaron mesas de diálogo, se decretaron —sin concretarse— zonas de ubicación, se avanzó en acuerdos parciales con ambos grupos armados. En poco tiempo se pasó a la ruptura con el Eln, a la insistencia en seguir negociando con el Frente 33, a la militarización de la región, a la instauración de un estado de excepción y a la proclamación de un Plan Catatumbo cuyos resultados siguen siendo inexistentes.

Mientras tanto, salvo la Defensoría del Pueblo —que ha advertido, casi como Cassandra, que algo muy grave ocurriría—, buena parte de la institucionalidad parece haberse resignado al siempre funcional “hacer cositismo”, como si la suma desordenada de pequeñas acciones pudiera transformar la situación dramática que sigue viviendo la gente. La pregunta es inevitable: ¿está el Catatumbo condenado? ¿En 2026 veremos más de lo mismo?
El Catatumbo concentra de manera extrema un conjunto de factores que explican la persistencia y resiliencia del conflicto armado. Economías ilegales robustas y diversificadas —coca, contrabando, minería ilegal y control de pasos fronterizos— se articulan con una presencia armada múltiple y en disputa, principalmente entre el Eln y las disidencias ex-Farc, cuyos repertorios de control territorial y coerción social se asemejan cada vez más.
A ello se suma una frontera porosa con Venezuela que funciona como retaguardia estratégica, espacio de refugio y amortiguador militar, y una débil estatalidad territorial que no se limita a la insuficiencia de la fuerza pública, sino que incluye la ausencia de justicia efectiva, regulación económica y protección civil. Estos elementos no actúan de forma aislada: conforman un ecosistema de reproducción de la violencia, altamente adaptativo y resistente a intervenciones parciales, que ha permitido la consolidación de un orden armado funcional.
Sobre este sustrato estructural operan las fuerzas que moldean los escenarios futuros. La confrontación entre el Eln y las disidencias responde menos a disputas ideológicas que a lógicas territoriales y económicas, y su intensidad depende más de equilibrios locales de poder, que de negociaciones nacionales.
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La política de seguridad del Estado, marcada por oscilaciones entre negociación, contención y repliegue, ha carecido de una estrategia sostenida, favoreciendo la expansión armada. Mientras no exista una coordinación binacional efectiva, la frontera seguirá siendo un activo estratégico para los grupos armados; y mientras no haya alternativas económicas creíbles, la economía cocalera continuará funcionando como estabilizador social bajo control armado. En este contexto, la capacidad organizativa de las comunidades persiste, pero bajo amenaza constante, lo que limita su potencial transformador.
De allí se desprenden trayectorias plausibles que van desde un escalamiento competitivo de la guerra, pasando por una contención armada inestable o negociaciones fragmentadas que redistribuyen la violencia, hasta una reconfiguración criminal de larga duración que normaliza el conflicto y lo vuelve menos visible. Los bloqueos críticos —negociar sin control territorial efectivo, promover desarrollo sin seguridad, imponer seguridad sin legitimidad social y desplegar cooperación internacional desconectada de la economía política del conflicto— explican el bajo impacto de múltiples intervenciones.
La prospectiva sugiere, sin embargo, ventanas de oportunidad limitadas pero reales: protección efectiva del liderazgo social, intervenciones económicas focalizadas en nodos críticos, una estrategia de frontera concebida como política de seguridad nacional y una presencia estatal integral, sostenida y verificable. En ese sentido, el Catatumbo no está a la espera de la paz ni de la guerra: ya habita un orden armado estable. La pregunta estratégica no es cómo imponer rápidamente la paz, sino cómo desarticular los mecanismos que han hecho la violencia rentable, gobernable y reproducible.
La reactivación de la guerra en el Catatumbo responde a una combinación de factores estructurales, estratégicos y coyunturales. El primero es la disputa por la hegemonía territorial. El Catatumbo no es solo una región cocalera; es un nodo estratégico que conecta economías ilícitas, corredores fronterizos y rutas de salida internacional. En un contexto de recomposición del conflicto armado en Colombia, controlar el Catatumbo significa acumular poder militar, político y financiero. La coexistencia armada dejó de ser suficiente cuando ambos actores buscaron consolidarse como fuerza dominante, no solo local sino nacional.
El segundo factor es la transformación del repertorio de la guerra. En 2025 se observa una escalada cualitativa: uso de drones cargados con explosivos, expansión de campos minados, asesinatos selectivos con listas en mano, secuestros asociados a “juicios revolucionarios” y un cierre progresivo del territorio. Estas prácticas no solo tienen impacto militar; buscan producir terror, restringir la movilidad y desarticular cualquier forma de organización comunitaria autónoma. La guerra deja de ser intermitente y se convierte en un régimen cotidiano.
El tercer factor es el deterioro de los incentivos para la contención. Durante años, evitar una confrontación abierta reducía costos: menor visibilidad, menor presión estatal y mayor estabilidad para las economías ilegales. En 2025 esos incentivos se debilitan. El proceso de Paz Total, con sus avances y retrocesos, reconfiguró las expectativas de los actores armados. Mientras el Frente 33 entró en diálogos con el Gobierno, el Eln percibió un riesgo estratégico: perder control territorial frente a una disidencia que combinaba negociación política y expansión armada.

Finalmente, hay un factor menos visible, pero decisivo: la crisis de gobernanza local. El asesinato, desplazamiento y silenciamiento de líderes comunales, sumado al confinamiento de veredas enteras y al cierre de escuelas, produjo un vacío de intermediación social. Sin juntas de acción comunal activas, sin liderazgos visibles y con la denuncia convertida en un riesgo de muerte, la población quedó completamente expuesta. En ese escenario, la guerra se libra sin contrapesos sociales.
El estallido del conflicto en 2025 vino acompañado de una crisis humanitaria de gran magnitud. Desplazamientos masivos, confinamientos prolongados, homicidios, desapariciones y afectaciones al derecho a la educación y a la alimentación se multiplicaron. Sin embargo, la verdadera dimensión de esta crisis permanece parcialmente oculta por un subregistro estructural.
Las cifras oficiales reportan decenas de miles de personas desplazadas y confinadas, pero los registros comunitarios y el trabajo territorial muestran una violencia más extendida, fragmentada y persistente. El subregistro no es solo una falla técnica: es un componente funcional del conflicto que reduce la presión pública, limita la respuesta estatal y prolonga la desprotección de las comunidades.
Lo que ocurre en el Catatumbo no es una anomalía aislada. Es una advertencia sobre los límites de las políticas de contención, la fragilidad de los equilibrios armados y los costos de subestimar las transformaciones del conflicto.
En 2025 la guerra no “regresó” al Catatumbo: se hizo visible en toda su crudeza, desbordando narrativas de control y diagnósticos incompletos. Entender por qué estalló nuevamente no es un ejercicio académico; es una condición mínima para evitar que 2026 sea el año en que la guerra no solo se consolide, sino que se normalice definitivamente en la vida cotidiana de una región que lleva décadas pagando los costos de un Estado ausente y de una paz siempre aplazada.
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