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Así se vive la lucha contra el contrabando en la frontera
En medio del cubrimiento de la asonada en Puerto Santander, el equipo periodístico de La Opinión fue atacado.
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Jhon Jairo Jácome Ramírez
Miércoles, 13 de Julio de 2016

Los 20 minutos que transcurrieron entre las 11 y las 11:20 de la noche del pasado martes 12 de julio, pasarán a la historia como el espacio de tiempo en el que más cerca estuve de morir.

En otras oportunidades había estado expuesto a situaciones de riesgo, desde cuando era jesuita y me movía por el Sur de Bolívar, tratando de evangelizar en poblaciones donde los paramilitares de Carlos Mario Jiménez, Macaco, habían acabado con familias enteras, en algunos casos, al interior de las capillas donde debía congregarlas nuevamente para hablarles de un Dios que sentían los había abandonado.

En esos años de efervescencia vocacional, me crucé en varios lugares del país con los paramilitares. Además del Sur de Bolívar, los tuve que ver en algunos municipios de Antioquia, Buga (Valle del Cauca) y dos barrios de Medellín. Siempre, escudado en el hábito que distingue a los religiosos, corrí con la envidiable suerte de que los violentos de este país sean profundamente creyentes.

Sin embargo, en ningún momento, durante mis 7 años de vida religiosa, sentí tan próxima la inevitable certeza de que para morir solo necesitamos estar vivos. Nada más.

Después de colgar el hábito y entregarme a la profesión del periodismo en esta casa editorial, he afrontado distintas situaciones de riesgo en las que, si bien el peligro ha estado latente, no lo ha sido tanto como para creer que es el fin.

Y luego, está el martes 12 de julio de 2016, un día normal entre las actividades propias de mi trabajo como editor judicial.

Hacia las 6 de la tarde, cuando la jornada parecía que llegaba a su fin, llegó el reporte de que en Puerto Santander, ese municipio fronterizo que corre con la desgracia de ser uno de los últimos fortines de Los Rastrojos en la región, estaba viviendo una jornada de manifestaciones violentas desencadenadas por un operativo de la Policía Fiscal y Aduanera (Polfa) contra varios depósitos de gasolina de contrabando ubicados en este pueblo.

Junto a Juan Pablo Bayona y dos escoltas que me fueron asignados por la Unidad Nacional de Protección hace dos años tras recibir amenazas por algunas de mis publicaciones sobre el fenómeno paramilitar que se vivió en Norte de Santander entre 1999 y 2004, decidimos salir a cubrir lo que sucedía en el Puerto. (Lea además Bloqueos y balacera en vía a Puerto Santander)

Unos tres kilómetros antes de llegar al casco urbano, un camión atravesado en la vía, que impedía el paso a la tanqueta del Esmad, mostró el preámbulo de lo que estaba por pasar. A pie, los cuatro, decidimos avanzar hacia el municipio. Sin embargo, 300 metros antes de llegar al pueblo, una turba enardecida de manifestantes quiso atacarnos con piedras. Tras identificarnos como prensa, logramos avanzar unos metros más, hasta que nos encontramos de frente con más de 400 policías que intentaban salir del pueblo tras el operativo.  

En medio de los gases lacrimógenos y la lluvia de piedras, se nos ordenó regresarnos, so pena de resultar heridos en medio de los enfrentamientos. Conscientes del riesgo, iniciamos el retorno, hasta el punto donde el camión aún permanecía atravesado.

(La camioneta en la que viajaba el equipo periodístico de La Opinión fue atacada por hombres desconocidos.)

Con la multitud enfurecida pisándonos los talones, llegamos hasta la camioneta en la que nos habíamos desplazado al Puerto y emprendimos el retorno a Cúcuta, quedando nuestro vehículo en medio de la caravana de carros y motos de la Policía que transportaba la tropa. (Lea también No se va a permitir el contrabando: Director de la Polfa)

En el corregimiento de Aguaclara (Cúcuta), y luego de una pausa, continuamos el retorno hasta que sobrevino lo peor. En el sector de Alto Viento, 5 minutos más adelante del corregimiento, sobre la vía que conduce a Cúcuta, un árbol atravesado en la vía, prendido en llamas, nos obligó a detenernos. La camioneta en la que viajábamos quedó en medio del vehículo en el que se movilizaba el alcalde del Puerto y otro en el que viajaban representantes de la oenegé de derechos humanos Operación Libertad.

Escasos segundos después de habernos detenido, una lluvia, literalmente, de balas, empezó a caer sobre los que allí esperábamos en medio de la oscuridad. Por instinto, los que viajaban conmigo, incluyéndome, nos resguardamos en el piso del carro, que por no ser blindado, se encontraba a merced de los rafagazos de fusil que retumbaban por doquier.

(Los manifestantes atravesaron todo tipo de obstáculos en la vía para impedir el paso de la Fuerza Pública.)

No sé cuánto tiempo transcurrió entre el primer rafagazo de tiros y mi ocultamiento en la camioneta blindada que nos seguía. Lo que sí sé es que nunca antes la sensación de morir, ese sentimiento que lo lleva a uno a pensar en cuestión de segundos que todo lo que se quiso ser ya no será, me llevó a preguntarme, mientras las balas seguían corriendo en todas las direcciones, si valía la pena estar ahí, a punto de morir, por contar algo que quizás muy pocos iban a leer.

Y la respuesta es sí. Y la de Bayona, también.

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