

Los 73.053 desplazados generados por la cruenta guerra del Catatumbo es un episodio que no se puede dejar pasar por alto ni manejarlo como una cifra más dentro de la gran encrucijada violenta que atraviesa esa subregión de Norte de Santander.
Lo lógico es que la responsabilidad de los grupos armados ilegales que propiciaron ese desarraigo en masa no puede quedar cubierto por la impunidad, puesto que el hecho de convertirse en la crisis humanitaria más grave desde que se tiene registro en Colombia, confirma la grave violación al Derecho Internacional Humanitario y a los derechos humanos.
El escalamiento del conflicto armado entre el Eln y el frente 33 de la disidencia de las Farc, que condujo a semejante desbordamiento de las hostilidades ni puede borrarse de un plumazo ni olvidarse ni mucho menos dejarse pasar por alto desde este solo punto de vista, dentro de la gran cantidad de otros delitos perpetrados desde mediados de enero del presente año.
Es que lo ocurrido desde la órbita del desplazamiento forzado es tan grave, que la tragedia humanitaria del Catatumbo ya desbordó los datos del desarraigo ocurridos el año pasado en todo el país, que fueron de 25.611 personas obligadas a huir de sus hogares p0r culpa del conflicto armado.
Cuando se detalla que llegaron a ser 73.053 los habitantes de los municipios de esa área del departamento los que en su momento debieron huir para salvar sus vidas, estamos hablando de prácticamente tres veces el número de víctimas, en un solo hecho, en comparación con el contexto nacional.
Por tal razón, así haya o no procesos de diálogo con estas dos agrupaciones que se disputan el control territorial, social y de las economías ilegales en esa área del departamento, ese tiene que ser uno de los inamovibles por el cuales sus combatientes tienen que pagar ante la justicia.
Esa es una de las peores manifestaciones de la violencia en los campos y ciudades, porque conlleva a una persecución que finalmente adquiere visos de expulsión por parte de uno o varios factores armados que llegan a asumir el manejo de vastos territorios y a punta de señalamientos, asesinatos y hostigamiento, presionan a los residentes a huir de sus propiedades.
Uno de los recuerdos de este nefasto capítulo de la historia del conflicto armado es el ‘Colegio de paz’ que transitoriamente se abrió en Cúcuta para que muchos niños catatumberos pudieran seguir estudiando, antes de retornar o ser reubicados junto con sus familiares en otras zonas del país.
Como analistas y observadores lo han comentado, es necesario ponerle fin a este paisaje de guerra incesante que ahora amenaza con prenderse de nuevo ante una anunciada arremetida de la disidencia de las Farc contra sus enemigos del Eln.
Lo peor de todo esto es que este año, en razón a dicha operación guerrerista, Norte de Santander y varios de sus municipios se encuentran entre los más peligrosos para el derecho a la vida.
No podemos contentarnos con ganarnos semejantes títulos tan delicados como el de sufrir la peor crisis de la historia o tener un altísimo número de muertos en ese enfrentamiento entre sectores armados que se nutren del narcotráfico y que finalmente terminan golpeando a la población civil indefensa.
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