

El Senado de la República eligió a Carlos Ernesto Camargo Assis como nuevo magistrado de la Corte Constitucional, con 62 votos de 103. Se impuso sobre María Patricia Balanta y Jaime Humberto Tobar en una sesión tan decisiva como crispada.
El resultado es un hecho y debe respetarse; la manera cómo llegamos a él, en cambio, duele. Duele que la elección de un juez constitucional, que debería ser una ceremonia de mérito y serenidad republicana, termine convertida en una maratón de contabilidades políticas, pulsos de bloque y nerviosismo colectivo por el “qué va a pasar”.
No puede ser que el país tenga que estar “sacando cuentas” para un cargo de esta naturaleza. No puede ser el episodio bochornoso —visible para todo el país— de maquinarias, alineamientos súbitos, impedimentos que cambian el tablero y una ansiedad propia de plenaria de reforma política, no de elección judicial.
Hasta el último minuto, los partidos midieron fuerzas para inclinar un resultado que, por definición, no debería depender de mayorías coyunturales sino de la idoneidad de quien guardará la Constitución Política de 1991.
La aprobación del impedimento de una senadora clave ilustró, además, cómo la lucha de bloques terminó primando en un acto que exige altura y neutralidad.
No puede ser que el Ejecutivo —cualquier Ejecutivo— convierta su preferencia en una cruzada. En esta ocasión, hubo una apuesta explícita por la candidatura de María Patricia Balanta y un esfuerzo político que tensionó la independencia percibida del proceso.
Es legítimo que el Gobierno nacional tenga una posición; es inaceptable que el mensaje a la opinión sea el de una contienda para “asegurar” mayorías en la Corte. Las altas cortes no se “aseguran”; se respetan. Lo demás erosiona confianza.
No se trata de descalificar a la doctora Balanta —jurista con trayectoria en la Rama Judicial— ni de canonizar al doctor Camargo —quien arrastra críticas por su gestión pública—. Se trata de algo más serio: de preservar a la Corte Constitucional como último refugio de la democracia, un órgano contramayoritario que tutela derechos y limita excesos de poder.
Precisamente por eso, la elección de ayer “definía el equilibrio de poder” en un tribunal que deberá pronunciarse sobre reformas de altísimo impacto. Que el país haya vivido esta definición como un partido con VAR, y no como una deliberación serena sobre méritos y garantías, es un síntoma de degradación institucional que no podemos normalizar.
De Camargo hay que decir lo obvio: su elección lo pone bajo un escrutinio extremo. Tendrá que demostrar, con providencias, su independencia de cualquier padrinazgo político y su competencia técnica para honrar la toga.
De Balanta, que su condición de “candidata del Gobierno”, más que ayudar, terminó intoxicando la conversación pública; su hoja de vida debió defenderse sola, sin el ruido de los bloques. En ambos casos, el mensaje para el futuro es inequívoco: la política partidista no puede colonizar el corazón de la justicia constitucional
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