
A los doce años, cuando todavía veía, José Gabriel Cuéllar, era un niño de la calle que se ganaba la vida lavando carros. Jugaba ajedrez en sus ocios. En un extraño gambito, los dioses barajaron extrañamente y lo hermanaron tempranamente con Homero y Borges, sin los libros, con Ray Charles, sin su voz y su piano... y José Gabriel quedó ciego. Mantuvo su devoción por el ajedrez que convertiría después en una opción para buscarle la caída al billete.
A pesar del accidente que le deparó la sombra, nunca perdió la sonrisa ni el optimismo. Simplemente, cambió vocales y consonantes por el silencioso alfabeto Braille. Lee el Braille como un virtuoso del piano acaricia las teclas. O la nuca de la amada. O las piezas del ajedrez que José Gabriel “ve” con las yemas de los dedos.
Se volvió un as del rebusque. Incluyó el deporte (ajedrez-fútbol) entre sus aficiones. Le sale un poema de Juan Manuel Roca: “Los niños ciegos reemplazaban el balón por una caja de lata y jugaban con el ruido”.
De los cuatro miembros de su grupo familiar, tres son ciegos. Su hijo menor, Andrés Felipe, además de ciego, es autista, cuenta papá José Gabriel, preocupado, nunca derrotado.
Un buen día, cansado del maltrato doméstico, agarró desilusiones y corotos y se largó de casita, como Rin Rin Renacuajo. Se colocó como cirujano plástico de carros en el primer lavadero que encontró en Los Tres Elefantes de La Esperanza, en Bogotá.
En uso de sus funciones, cualquier día se metió debajo de un vehículo con tan mala fortuna que cuando retiraron el gato después de una reparación, José Gabriel estaba en el lugar equivocado. En un extraño fiancheto el carro se vino abajo. Nadie sabe cómo no murió aplastado en esta nueva cabriola de su destino.
Este ciudadano hecho para la fatiga es todo un ejemplo de tenacidad. Recicla periódicos de ayer, de antier, de nunca, que recoge a domicilio. Todo con una cierta sonrisa. Lo que no tiene en luz, lo tiene en humor.
Ha vendido bolsas de basura y encimado clases magistrales de reciclaje.
Cartuchos de impresora jubilados, encuentran en José Gabriel una segunda oportunidad sobre los rodillos. Ha amado tanto que tiene varios matrimonios encima. Coquetería, José Gabriel te llamaría.
Fue auxiliar administrativo en el viceministerio de la juventud y deportes y tuvo camello en el INCI, Instituto Nacional para Ciegos. Recortes presupuestales lo volvieron carne de las estadísticas oficiales del desempleo.
Disputa torneos de ajedrez donde lo inviten. Se la ha pasado buscando un puntaje que le permita que Coldeportes le asigne así sea un salario ínfimo como jugador de alto rendimiento. Más de una vez le han barajado viajes al exterior que le sumarían puntos a su empeño. La Federación colombiano de ajedrez le promete, pero nunca le cumple.
Da clases del viejo y hermoso juego de los trebejos. He sido su jíbaro o proveedor de partidas de ajedrez. José Gabriel ha trabajado como ascensorista y recepcionista. De pronto se coloca de celador en obras en construcción. El secreto radica en que los ladrones no se enteren de que un ciego cuida la heredad porque “marcharían ratón y queso”.
Cuando el dulce se pone a mordiscos, coloniza semáforos y ordeña la solidaridad pública poniendo el sombrero.
No tira la toalla por más anoréxicas que se pongan las vacas. El ejemplar José Gabriel se ha convertido en un hombre llamado esperanza, como el barrio donde sus ojos se quedaron sin luz.
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