Toda una paradoja no sabemos si pensada o por coincidencia que los treinta y tres años de la Constitución de 1991 hayan sido celebrados por el entrante ministro del Interior con la confirmación oficial sobre la propuesta de convocar una asamblea nacional constituyente, no para que sesione durante lo que resta del actual gobierno sino en la próxima administración.
Reiteramos nuestro desacuerdo con la convocatoria de un cuerpo de tal naturaleza, no porque pensemos como sí lo hacen opositores al actual gobierno que el propósito consista en buscar su reelección y perpetuarse en el poder, sino porque encontramos que, si bien está autorizada por la misma Carta por votación popular, previa la expedición de una ley y con revisión oficiosa de la Corte Constitucional.
En el momento actual no se reclama ni se necesita, es inoportuna, no tiene un ambiente político favorable y, en cambio, con un alcance tan indefinido, impreciso y abstracto como el que se ha venido divulgando, puede significar un salto al vacío y poner en peligro la estabilidad institucional.
En primer lugar, es evidente que los grandes problemas nacionales -la inseguridad, la actividad de los movimientos subversivos, la delincuencia común, el narcotráfico, la corrupción, el abandono de muchas regiones, las dificultades económicas, la pobreza, el hambre, el desempleo, las crisis en la salud y en la educación, entre otros- no se pueden achacar a la Constitución.
Eso sería abiertamente injusto y contrario a la realidad. Por eso, no se advierte un sentimiento colectivo de rechazo a las normas constitucionales en vigor. En cambio, muchos hemos reclamado que se cumplan claros y perentorios mandatos constitucionales y la realización efectiva de la paz, la igualdad, la seguridad jurídica y la justicia social.
Eso no quiere decir que la Constitución sea perfecta, ni que sea irreformable. No lo es y no proclamamos que lo sea. Ella misma prevé las posibilidades de su ajuste, ya sea por la vía del acto legislativo expedido por el Congreso -que, hasta hoy, ha aprobado sesenta reformas, no todas acertadas-, o mediante referendo o asamblea constituyente.
Pero las modificaciones constitucionales no deben ser improvisadas; han de surgir a partir de su real necesidad, oportunidad y conveniencia; pensadas y programadas con sentido razonable y proporcionado. No se trata de reformar por reformar, menos todavía sin saber qué es lo que necesita reforma, ni cuáles serían las normas o instituciones afectadas.
En este caso, se está hablando de convocar una asamblea constituyente que, si fuere convocada por el pueblo con los indispensables requisitos constitucionales, sería elegida mediante una votación que tendría lugar durante el próximo período presidencial, es decir, dentro de más de dos años.
Entonces, no es urgente. Pero, además, no sabemos cuál será la orientación política de ese gobierno, ni la del Congreso llamado a expedir la correspondiente ley, ni sabemos cuál será la competencia que le señalen.
Tampoco sabemos cuál sería la tendencia política predominante entre quienes resulten elegidos como delegatarios. ¿Querrán ellos sustituir los fundamentos y valores plasmados en 1991?
Es una aventura. Mejor sería que los actuales gobernantes, partidos y legisladores dialogaran y llegaran a acuerdos para cumplir la Constitución.
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