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Un lugar distraído en su indiferencia
Cada día, el cúmulo de noticias de asesinatos, robos y todo tipo de delitos era un común denominador de las conversaciones en cada esquina de la ciudad.
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Jueves, 11 de Julio de 2024

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre prefiero no acordarme, las manchas enrojecidas de sangre eran el paisaje casi "natural" de aquel enclave fronterizo. Allí, el Seol y Ormuzd convivían de manera extraña e inquietante. Sus calles, barrios, y espacios comunes y privados eran depositarios de un ciclo de violencia que parecía no acabar, a la vez que manifestaciones de una febrilidad vitalista. Aun así, las instituciones estatales, policiales y la ciudadanía estaban inmersas en un baile dantesco de abulia, tanatofilia y desesperanza, en un lugar distraído por la indiferencia.

Cada día, el cúmulo de noticias de asesinatos, robos y todo tipo de delitos era un común denominador de las conversaciones en cada esquina de la ciudad. Dejó de ser noticia para convertirse en el telón de fondo de la vida cotidiana. En ese contexto, la desesperanza navegaba en dos líneas: por un lado, la desesperación, que es la humedad del infierno, como decía John Donne, y por otro, la inmovilidad social. Esta inmovilidad parecía un espectador petrificado, sobrepasado e indiferente, casi cómplice de una tragedia que ya no le era abstracta, sino concreta. Como decía Albert Camus, "el hábito de la desesperanza es peor que la desesperanza misma".

Pero este "aprender a convivir" con la violencia en este lugar de la Mancha no era algo nuevo. En tiempos pretéritos, habían sufrido con rigor oleajes de sevicia y barbarie en nombre de la libertad, del desarrollo, de disputas estratégicas y con un soterrado contubernio. Los efectos de aquellos horrorosos momentos volvían como un espectro que buscaba reclamar su memoria, pero con otros actores y otros muertos. Así, la apatía volvía a ensalzarse, aminorando la vitalidad existencial. En palabras de J.M. Coetzee, "vivir en medio de la violencia es adaptarse a una forma de existencia menor".

Había otro rostro que esta estela violenta había desnudado: la moralina justificante, que tenía dos caras. Una abrazaba los “antecedentes” para reafirmar la muerte y generar un parte de tranquilidad efímero; la otra, estupefacta, era sensible al lugar donde ocurrían los hechos. Parecía que los asesinatos tenían una “moralidad espacial”, cosas que deberían ocurrir en las periferias de este lugar de la Mancha, piensan algunos. Además, aparecían las “soluciones finales”, evocando lo peor del pasado de la humanidad, con el agravante de tener a los chivos expiatorios “identificados”, unos enemigos externos que cuadraban perfectamente en la lógica “estética” de la limpieza. El camino simple conduce al envilecimiento colectivo del alma.

Aunque perder la esperanza implica pizcas de indiferencia, también puede significar perder el miedo. Como alerta Schopenhauer, “quien ha perdido la esperanza ha perdido también el miedo: tal significa la palabra desesperado”. Esa pérdida puede llevar a la valía de buscar cambios en ese lugar de la Mancha. Ahí, en ese lugar que ha sobrevivido a las tormentas seculares de la economía, de la política y de la violencia, que ama con indiscutible tenacidad la fuerza deportiva de su identidad, allá donde la tierra es su oro y la paz su empeño, debe emerger la esperanza, leal y valerosa. La esperanza que se ha levantado como el fénix de las cenizas de aquella telúrica explosión, con un poderoso corazón. Esas palabras extraídas de los símbolos cohesionadores no son letra muerta, son fuerza volitiva para que los clarines pregonen la marcha olímpica y triunfal contra la indiferencia, el miedo y la desesperanza.


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