Turquía es uno de esos países de pasado imperial que lucha por entender sus glorias pasadas a la luz de la nueva realidad de estados secundarios, buscando una senda futura con el riesgo de caer en fundamentalismos. Irán es un ejemplo de ello; el antiguo imperio persa está hoy en manos del fundamentalismo islámico chiita. O Hungría, parte del viejo imperio austrohúngaro y que hoy se debate entre graves problemas de estabilidad política en su relación con Europa.
Turquía, heredera del imperio turco otomano desaparecido a finales de la primera guerra mundial, aún hoy recuerda sus antiguas glorias de capital de tres imperios: el romano de oriente, el bizantino y el otomano. Y le cuesta reconocer que desde 1923 es una república no confesional que su creador Mustafá Kemal buscó occidentalizar.
Pero su acercamiento a Europa ha sido agridulce y le ha costado entender su rol de estado secundario. Su ubicación, siempre estratégica, la hace un actor importante en la geopolítica mundial, aunque secundario. Ello se complica aún más por la heterogeneidad turca; la condición de puente entre Europa y Asia no es solo geográfica, también es mental, desde una Estambul liberal a una Anatolia oriental conservadora y, en menor grado, ortodoxa. Estambul no es Turquía y a medida que uno se inserta más en Anatolia, eso queda prístinamente claro. Esa contradicción, en un mundo cambiante, puede conducir a radicalismos.
Un guía en Estambul me dijo que es la primera vez que cree que Recep Tayyip Erdogan, el actual presidente, que ha desoccidentalizado a Turquía, puede perder la próxima elección. Pero como sabemos en Colombia, no todo cambio es progreso y es probable que gane un desoccidentalizador más radical, llevando a Turquía hacia un mayor fundamentalismo islámico.
Quien gobierne Turquía es hoy geopolíticamente importante, pues el mar negro, sobre el cual tiene costas el estado turco, será cada vez más el centro del conflicto ruso-ucraniano que irradiará ondas sunamicas políticas por todo el mundo circundante. Una Rusia debilitada podría dar mayor protagonismo a Turquía, si juega bien sus cartas. El juego islámico árabe no le sirve. Cualquier toma de partido le quitará protagonismo. Hay que recordar que aunque todos los árabes son musulmanes, no todos los musulmanes son árabes y un caso claro es Turquía. Ellos son turcos otomanos.
En Estambul es patente el sentimiento de pérdida aunque se lucha por hacerla cada vez más una ciudad internacional. El juego de equilibrios que se logre en ese mar de contradicciones políticas la hará avanzar como una potencia regional, pero, por el contrario, hacer militancia la convertirá en parte del problema y no de la solución. Y ya sabemos en Colombia que las masas votan por consignas culturales, no por programas estructurados.
Como las familias nobles venidas a menos, hoy Turquía busca salir de los viejos cuadros y renovar la vieja casa, aunque eso la puede llevar a querer vivir de viejas glorias, hundiéndose más en la pobreza y el abandono. Los cambios culturales son los más difíciles de vencer y requieren mucho tiempo de logros que justifiquen su cambio. Eso lo sabemos los colombianos que cada vez nos hundimos más en la cultura narco y de la viveza, que hoy nos tiene ad-portas de convertirnos en un narcoestado, justificada en un socialismo trasnochado. Transformar la cultura turca para buscar el futuro desde un pasado tan pesado es tarea muy difícil, pero el pueblo que habita en la esquina europea y Asia Central ha mostrado a través de milenios su resiliencia y capacidad de adaptación si cuenta con los líderes adecuados. Y eso es lo más difícil, dar con el líder adecuado.
Ese es el gran reto y desde América Latina, un continente muy lejano de Turquía que comparte también un futuro incierto, hacemos votos porque Turquía encuentre su nueva voz en el concierto mundial, ya no como imperio, sino como potencia regional y país moderno alimentado de un pasado glorioso.