
En la comunidad indígena de Gito Dokabu, en Risaralda, una niña fue amarrada de pies y manos, colgada de una viga y cubierta con una cobija mientras dos hombres la golpeaban con tallos. El castigo fue tan brutal que perdió el conocimiento por unos segundos. El video, difundido en redes, no necesita contexto: lo que vimos fue tortura. Punto.
El dolor que sentí, como muchos colombianos, fue infinito. Ver a una niña inocente sometida a semejante violencia genera rabia, impotencia y vergüenza. Porque en ese momento quedó claro que, cuando más lo necesitan, las niñas están solas frente a la violencia.
Y la verdad es esta: las mujeres indígenas muchas veces no tienen a dónde acudir. No porque no existan sistemas de justicia, sino porque ninguno —ni el ordinario ni el indígena— les ofrece las garantías que merecen para denunciar, sentirse seguras y lograr que el agresor pague como debe.
Ese es el verdadero drama. No es una discusión sobre cuál jurisdicción debe encargarse. Es el reconocimiento de que ninguna está cumpliendo su función: proteger.
La jurisdicción indígena, en muchos casos, escuda violencias estructurales bajo la etiqueta de “costumbre”. En algunas comunidades aún se practica la ablación genital —sí, la mutilación de niñas—. Solo hasta ahora, gracias a una iniciativa de la representante Jennifer Pedraza, avanza un proyecto de ley en el Congreso para prohibirla expresamente. ¿Cómo es posible que algo así siga ocurriendo en Colombia? ¿Y cómo es posible que necesitemos una ley para prohibir lo que ya es una clara violación de los derechos humanos? ¿Dónde está el Estado?
Porque, aunque los tratados internacionales son claros al afirmar que ninguna costumbre puede justificar la violación de los derechos humanos, en la práctica, en muchos territorios no impera la justicia, sino el miedo, el silencio, el machismo, la impunidad y el arraigo a costumbres que atentan contra los derechos fundamentales de niñas y mujeres.
Pero sería ingenuo creer que la solución está del otro lado. La justicia ordinaria tampoco protege a las mujeres. Más del 90% de los delitos sexuales en Colombia quedan impunes. No hay preparación, ni enfoque de género ni conocimiento del contexto étnico o territorial. Las comisarías de familia, estaciones de policía y fiscalías muchas veces no entienden el contexto de las víctimas, las revictimizan, las culpabilizan o simplemente las dejan solas.
Lo que muchas veces necesitan no es solo una condena para el agresor. Necesitan una red de apoyo real que les diga: no fue tu culpa, estamos contigo, te vamos a proteger. Pero también necesitan algo más: una ruta clara, sencilla, integral. Un camino que no las revictimice ni las extravíe entre trámites, autoridades, traslados y demoras. Porque cuando no lo tienen, denunciar se vuelve una carga insoportable: no solo enfrentan al agresor, sino también a un sistema que les exige demostrar que sufrieron, una y otra vez, para ser escuchadas.
Claudia Yurley Quintero, directora de la Fundación Empodérame, lo ha dicho con claridad: las mujeres indígenas quedan atrapadas entre dos sistemas que no les ofrecen garantías. La justicia indígena muchas veces protege al agresor en nombre de la cultura. La justicia ordinaria las infantiliza, las sacraliza o las abandona. Y dentro de las propias comunidades, la figura del “mayor” —encargado de impartir justicia— genera desconfianza entre las víctimas: es masculina, profundamente patriarcal y no representa una garantía real de protección ni de justicia para ellas.
Lo cierto es que no podemos seguir cayendo en la trampa de debatir únicamente quién debe juzgar. Antes de eso, hay una tarea urgente: fortalecer ambos sistemas para que realmente garanticen justicia. Lo importante no es dónde se cumpla la sanción, sino que la pena sea proporcional al daño, que no haya impunidad, y que las víctimas tengan acceso a verdad, reparación y protección real.
No estamos ante un dilema cultural, sino frente a una deuda histórica con las niñas y mujeres que siguen siendo violentadas sin que ninguna jurisdicción les ofrezca justicia real ni garantías de protección.
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