El tiempo, siempre aferrado al recuerdo, echa a andar en la mañana los pasos recogidos en la noche, para iniciar una nueva aventura humana y despertar los sueños con un rumor delicioso de azar y libertad.
Las profecías empiezan a brotar de las páginas aquietadas de un libro, del lirismo encantador de una soprano, o de una ilusión enamorando ideales y seduciendo la nostalgia con un refugio sereno para el pensamiento.
Sólo a los románticos nos enseña oficios difíciles, ser adivinos de cristales de lluvia, olfatear nidos en el parque, escuchar el silencio de los ausentes o advertir, en la quietud natural, los espejos de la belleza.
Y, a los menos talentosos, nos dota de una mirada de horizonte, de mar o de montaña, para que imaginemos una ventana azul y nos asomemos a ella para conversar con la soledad y escanciar el aroma de las flores.
Nos hace más lentas las horas del corazón, para que sean compañeras en el camino, tracen huellas buenas en la memoria y escudriñen la sabiduría en el trueque de luz que hay entre la luna y el sol.
El viento se hace misionero sigiloso del amanecer y, con su esencia de eco, canta la sombra del humo del café y refleja el ayer de una sonrisa bonita, o de unas trenzas que tupían suspiros colgadas de una ilusión.
Sólo a los románticos nos tiene paciencia, nos inspira a escuchar la melodía espontánea de los pájaros, a ver distintos los colores de las frutas en la mesa, el dulce de las abejas, el suspenso de una mariposa o el imposible del amor. (Todo eso nos lo inventamos…es nuestra misión).
Gracias por valorar La Opinión Digital. Suscríbete y disfruta de todos los contenidos y beneficios en https://bit.ly/SuscripcionesLaOpinion