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Pablo Emilio Ramírez Calderón
Fue de los médicos de antes, de los que, con maletín en mano, visitaban a los enfermos en sus respectivas viviendas.
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Jueves, 31 de Enero de 2019

Lo invito el sábado a una hayaquita en mi casa –me decía de cuando en cuando, el Dr. Pablo Emilio. En realidad lo de la hayaca era un pretexto para reunir a algunos amigos en una especie de tertulia, salpicada de cuentos, de anécdotas cucuteñas y de  los últimos chismes de la política local.

Allí uno encontraba, entre otros, al excónsul de Venezuela en Cúcuta, Arturo Valero, hombre culto, intelectual y conocedor, como el que más, de la política venezolana. Al Dr. Ernesto Collazos Serrano, presidente de la Academia de Historia y gran conversador y conservador. Al vecino de Pablo Emilio, el abogado Gerardo Díaz Alvarado. A la doctora Pilar Ramírez, bonita e inteligente, y quien le decía “padrino”, al Dr. Pablo Emilio, y le pedía la bendición. A la tertulia se sumaban su hijos Emilio e Igor, y Miguel y Carlos, cuando estaban en Cúcuta.

Eran reuniones sabrosas, no tanto por la hayaca con  chocolate, pan y queso, sino porque allí se actualizaba  uno sobre la marcha del país y la vida secreta de los  cucuteños de importancia, fueran gobernantes o  gobernados.

A  propósito, en la mesa me gustaba hacerme al lado de  doña Mariela, la esposa de Pablo Emilio, porque ella  come poco, y yo  resultaba beneficiado con parte de su  hayaca, que ella  me pasaba con disimulo y yo engullía sin  disimulo.    Al final, después de escuchar a los  contertulios, el doctor  daba su certera opinión, plena de sabiduría y de conocimientos por todo lo que leía. Era un  lector empedernido. Llevaba en una libreta de apuntes, la  lista de libros leídos, uno o dos por semana, al lado de la lista de vacas y toros que tenía en su finca. Porque además de médico y académico, era ganadero, y en su  estudio, repleto de libros, exhibía con orgullo los trofeos  ganados en exposiciones ganaderas en diversas ciudades  del país.

De modo que, de aquellas tertulias sabatinas, uno salía no sólo con la barriga llena sino con la mente repleta de los conocimientos que le aprendíamos al Dr. Pablo Emilio Ramírez Calderón.

Fue de los médicos de antes, de los que, con maletín en mano, visitaban a los enfermos en sus respectivas viviendas. (Ahora hay que ir a los consultorios y esperar largas colas para que el moderno galeno atienda al paciente). Antes no. El médico llegaba, veía al paciente, lo formulaba, se tomaba un cafecito, de pie, y salía corriendo a atender a su otro enfermo. De allí salió el dicho aquel de “más corto que una visita de médico”. Pero Pablo Emilio tenía otra virtud. Si el enfermo era pobre, él mismo de regalaba los medicamentos.  

El Hospital San Juan de Dios de Cúcuta, se      benefició con un excelente grupo de médicos, recién egresados, que salvaron enfermos por montón, muchas veces sin cobrarle al Hospital que, como siempre, vivía quebrado, entre ellos el joven y elegante médico Ramírez Calderón, hijo de campesinos, de alma generosa y manos trabajadoras.

Se desvivió por la Academia de Historia, de la que fue su presidente en tres ocasiones. En el alma de los académicos quedará por siempre grabado su nombre y sus ejecutorias.

Pero no sólo la Academia y el Hospital se vieron beneficiados de la labor incansable y altruista de Pablo Emilio, sino la ciudad de Cúcuta. Su cucuteñismo puro, sacro y valiente, se vio reflejado en las luchas que por la ciudad libró desde su curul en el Concejo o a través de su pluma en los artículos que publicaba en periódicos y revistas. Libró batallas contra la corrupción, contra los que destruyen el medio ambiente, contra los malos gobernantes. 

Era Pablo Emilio recto como una palma; alegre como unas pascuas y generoso como el agua pura de la fuente del campo. Su generosidad y su amistad no tenían límites. Se daba por entero, íntegro, en un rito de entrega total.

Por eso nos da tanto dolor su partida. Sabemos que se fue al cielo, pero de todas maneras nos queda un vacío en el alma y en la mente y en el corazón y hasta en el estómago. Y no sólo porque nos hagan falta sus hayacas, sino porque Pablo Emilio Ramírez Calderón todo lo llenaba, todo lo abarcaba. Su amistad iba hasta más allá del horizonte, incondicional, luminosa como el Faro del Catatumbo y fuerte como el sol cucuteño del medio día.
gusgomar@hotmail.com

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