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Nacidos en abril: García Márquez
No me debe plata, le debo todo el oro del mundo por la felicidad brindada con la poesía de su prosa.
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Sábado, 20 de Mayo de 2023

No fui amigo del Nobel de Aracataca, nunca parrandeé con él, no canté  boleros con el fabulista, no viajé con él en el mismo avión a Estocolmo  donde recibió el Nobel. Viajé en otro aparato, arriando first class. Nunca fui invitado a maltratar vallenatos el día de su cumpleaños, el 6 de abril.

No estuve ese domingo 22 de mayo en el patio del Claustro La Merced, en la Universidad de Cartagena, donde reposarán sus cenizas en la base de un busto a su memoria.

Nunca le dije Gabo a él ni Gaba o Mercedes a su mujer, no lo acompañé en su viaje en tren a Aracataca, no lamenté  el nocáut que le propinó Vargas Llosa, exprotagonista de su propio culebrón con doña Isabel Presley. (Si no hubiera habido el guarapazo del inca nos habríamos perdido el sonriente retrato con el ojo colombino que le tomó el fotógrafo medellinense-mexicano Rodrigo Moya. La foto fue  hecha por petición expresa del noqueado).

 Jamás fui invitado a ninguna de sus casas, nunca me leyó, no tengo la primera edición de ninguna de sus obras, no tuve en mis manos un ejemplar de “En agosto nos vemos” que dejó escrita, jamás me envió los originales de sus libros para que le revisara la ortografía, o le capara adverbios terminados en mente que le devolvían hasta el primer tetero. Todavía no he ido a Austin donde está su obra. (Bueno, han estado mis nietas. Del ahogado el sombrero).

No asistí (¡pobrecitico de mí!) a ninguno de sus talleres en la Fundación Nuevo Periodismo, de Cartagena, no figuré en el sanedrín que copó el avión presidencial que viajó a México para el homenaje colombo-mexicano cuando murió, no lo vi hacer papeles menores en películas basadas en guiones suyos.

No tengo dedicado ninguno de sus libros (pero me autodediqué Cien años de soledad: “A un tal Domínguez, eterno novel”, Gabo), no asistí al bautismo de sus hijos Rodrigo y Gonzalo, nunca le hice entrevista exclusiva, no compartí hambres con él en París, no me hace guiños en ninguna de sus novelas, ni en el pasa de sus crónicas periodísticas. Nunca dudé de que también era Nobel en periodismo.

No soy su pariente ni en el millonésimo grado de consanguinidad, no trabajé con él en el fugaz periódico El Comprimido que hizo con el Mago Dávila, linotipista, tampoco en la agencia Prensa Latina (envidio al prolífico y siempre lúcido escritor quindiano Jaime Lopera quien sí lo hizo: se daba septimazos y tomaba tinto con él); no aprendí del maestro Gabriel en las revistas Alternativa y Cambio. Era una cátedra ambulante.

No me habría chocado jugar ajedrez con alguno de los personajes de sus libros. Ni el Nobel ni sus personajes me darían un brinco, modestia incluida.

No me debe plata, le debo todo el oro del mundo por la felicidad brindada con la poesía de su prosa, no dudo de que leerlo nos hace inmortales… mientras lo leemos.

No sé dónde andaba yo cuando durmió ocho días en la casa del campeón de ciclismo Ramón Hoyos, en Medellín, según cuenta Orlando Ramírez Casas en su libro, “Buenos Aires, portón de Medellín”.

En “represalia” soy gabólatra sectario. Le tomé  fotos firmando libros en Estocolmo en 1982. Lástima que no se hubieran inventados las selfis. Debajo de la mesita de noche tendría foto mía con García –así le decía mi madre-. Me doy besitos de felicitación por haberlo retratado.

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